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En los días que siguieron, el inminente casamiento entre José y Adela desplazó cualquier otro tema de conversación. Sergio nos contó que en su familia se había producido el esperable cisma en torno al asunto. Su abuela, su madre y algunos tíos del lado del padre habían reaccionado indignados al enterarse de que Adela preparaba la quinta boda, como si la reiteración de sus casamientos no tuviese otro objetivo que perturbarlos. Pero el resto de la familia asumió una actitud entre divertida y resignada. Quién sabe, decía el padre de Sergio intentando suavizar los ánimos de los nerviosos, quizás esta vez Adelita haya dado con el novio que la haga feliz. Sus afirmaciones, sin embrago, no encontraban en el bando opositor más que resoplidos cínicos y ojos en blanco.

El novio en cuestión estaba más bien anonadado. Eso contaba Claudio de su padre: que la miraba a Adela hacer y deshacer planes con cara de susto, sin emitir demasiadas opiniones, como si no fuese más que un invitado en su propia boda. Es que la energía de ella era tan abrumadora que bastaba observarla un rato para sentirse cansado. Una vez que obtuvieron fecha en el Registro Civil, empezó a organizar el festejo en un pequeño salón cercano, y decidió la comida que servirían, la ropa que llevarían puesta y hasta las flores de los jarrones.

-¿Y qué hay del otro asunto? -le pregunté un día a Claudio, cuando ya no soportaba el silencio que parecía haberse abatido sobre este tema.

-¿El otro asunto? -preguntó haciéndose el tonto.

Si había algo claro era que Claudio hubiera preferido no hablar de eso, pero terminó por vencerlo nuestra insistencia. Aun así, soltó las palabras de a poco, como si le costara desprenderse de cada una. Su padre había accedido a contarle algo del tema, aunque tal vez no todo. Admitió que meses atrás las cosas se habían puesto verdaderamente malas, pero se lo había ocultado a Claudio para no generarle preocupaciones. Fue cuando lo despidieron de su principal trabajo y no pudo dar en seguida con ninguna otra cosa que complementara el poco dinero que obtenía cuidando coches. Entonces dejó de pagar la renta. Fue al segundo mes cuando la situación lo empezó a ahogar, porque amenazaron con echarlos del piso si no pagaban. Sin tener a quién recurrir, había caído en manos de una gente desagradable para obtener un préstamo.

-Malos bichos -le dije a Claudio.

Luego vino un período en el que creyó enloquecer. Los tipos reclamaban el dinero incrementado por unos intereses descomunales. Todo lo que él les daba era poco. Allí fueron a parar las cosas que Claudio creía "en reparación", como el televisor y un viejo reloj. Tampoco alcanzó y entonces le propusieron que hiciera algunos trabajos para ellos. Quiso negarse, pero en verdad no había opciones.

-¿Y que hizo?

-Tenía que ir con uno de ellos a "presionar" a otro pobre diablo que había dejado de pagar una deuda. Presionar  significaba moler a golpes. Lo esperaron una noche en la calle y cuando el tipo se acercaba al lugar, a José se le empezaron a retorcer las tripas de una manera tan horrible que tuvo que salir corriendo en busca de un baño. No volvió: caminó por la ciudad histérico, tratando de encontrar alguna salida. Cuando llegaba a casa, los tipos lo esperaban en una esquina, Sin siquiera decirle una palabra, el gigante le tiró un golpe en medio de la cara. Por eso la marca violeta sobre la ceja.

-¿Y ahora?

-Ahora las coas se están arreglando. Eso me dijo.

-¿Como que se están arreglando? -protesté yo-. Es evidente que no se arregló nada; sino, no habrían ido a buscarlo.

Pero a partir de ese momento Claudio pareció dar el tema por cerrado. Su padre ya había devuelto casi todo el dinero, dijo, y no esperaba más problemas.

-¿Pero le contaste lo que pasó? -insistí-. ¿Le hablaste del encuentro que tuvimos en la escalera Mariana y yo?

-No, eso no se lo pude decir.

-¿No pudiste?

Claudio me dirigió una mirada tan agobiada que pensé que tenía que quedarme un poco en silencio. Seguramente era demasiado para él. Dijo que su padre iba a angustiarse mucho si se enteraba de lo que había pasado y quién sabe si no terminaba otra vez en el hospital con una úlcera o un ataque de pánico. Finalmente, Mariana y yo estábamos sanas y salvas: para qué arruinarle la vida justamente ahora, cuando estaba por casarse.

Nosotras nos quedamos un poco perplejas, pero ya no volvimos a hablar. Si él quería creer que las cosas estaban en calma, para qué contradecirlo. Como para darle la razón, vino entonces un tiempo sereno en que todo parecía ir sobre rieles. El tema se borró de nuestras conversaciones, como si un viento se lo hubiese llevado. Y una vez que te acostumbras a la quietud, suele preguntarse si las cosas malas que pasaron eran realmente tan malas. Por eso llegó un momento en que toda la historia de los tipos empezó a parecer un cuento de fantasmas, del que no habían quedado ya ni rastros.

Un día poco antes de salir del instituto, Macarena se acercó a Claudio y le dijo que quería hablar. Hasta ese momento, él se las había ingeniado para evitarla. Creo que aún no había decidido qué actitud tomar con ella y entonces se dejaba llevar por la inercia, es decir que no hacía nada. Pero abordado así, de frente, no tuvo coraje para negarse y quedaron en encontrarse a la salida. A Fernando y a mí nos pidió que lo esperáramos, creo que solo porque nuestra cercanía le infundía ánimos. Desde la esquina, los vimos conversando en la escalera del frente de la escuela. A todas luces, ella llevaba las riendas de la charla. Claudio parecía bastante intimidado y se limitaba a decir unas pocas palabras y sonreír con cara de susto. Cuando se despidieron, él nos vino a buscar.

-¿Y...? -le pregunté impaciente.

Tardó en contestarme. Estaba tan nervioso que le costaba articular las palabras, pero al final conseguí que me reprodujera el diálogo con bastante precisión. De entrada, ella lo había encarado, directa:

-¿No tienes nada que decirme?

-¿Nada de qué? -tartamudeó él.

Ella suspiró.

-¿Eres un poco lento o qué? ¿No sabes que hace mucho que espero que me llames para salir? ¿O no estas interesado?

-Sí que estoy interesado -respondió él incómodo-, pero hay una cuestión...

-¿Te parezco gorda? -preguntó ella sorpresivamente-. ¿ O es que te molesta que sea menor que tú?

-¿Gorda? -Claudio no creía en lo que oía-. No tienes un gramos de gorda y no me importa tu edad.

-¿Entonces?

Él se armó de valor y mencionó la cuestión del hermano. Macarena sonrió condescendiente: no tenía por qué preocuparse, dijo, ya que ella había advertido al animal de Ricardo que no se metiera con sus amigos, y en particular con Claudio.

-¿Eso hizo?

Claudio asintió deprimido.

-Fue lo peor que podía decirle -se lamentó Fernando-. ¿Por qué lo hizo?

Claudio se sonrojó.

-Para protegerme, dijo.

-Una estupidez romántica. ¿Qué vas a hacer entonces? -le pregunté.

No contestó nada y siguió caminando con esa cara alucinada, como alguien que acaba de salir vivo de un terremoto.

-Claudio, te hice una pregunta: ¿qué vas a hacer?

-Me dio el número de su móvil. Creo que la voy a llamar para salir.

-¿Cuándo?

-No sé.

-Tenés que hacerlo pronto, Si no, se va a enganchar con otro.

-Sí... tal vez mañana.

-De modo que te has decidido -dijo Fernando-. Está muy bien, te felicito.

Claudio sonrió. Pero lo cierto es que más que contento parecía aterrorizado.


-Y tenía razones. Fernando y tú prácticamente lo forzasteis a decidirse, pobre.

-Si fue así, le hicimos un favor. Estaba tan bloqueado que ni siquiera se daba cuenta de lo que sentía.

-Mira quién habla. Tú nunca sueltas una palabra de lo que te pasa.

-Mejor cambiamos de tema.

Aunque Diga FresasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora