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Luego vino la época en que Fernando empezó a caer en picada. Anímicamente, quiero decir. Antes de que dijera una palabra sobre el tema, se hizo evidente porque retomó su aspecto de estatua de los primeros tiempos. Cada vez más callado y distante, más ajeno a lo que sucedía a su alrededor. Finalmente, un día se lo pregunté mientras caminábamos por la calle. La respuesta me inquietó.

-Lo que pasa es que quiero irme ya.

Lo miré extrañada porque hasta entonces se daba por supuesto que quería terminar el curso y aprobar todas las materias. Pero algo parecía haberse quebrado adentro de Fernando. Ese puente frágil que habíamos llegado a construir entre él y nosotros ya no estaba. Eso sentí yo, al menos. Como si la decisión de irse de alguna forma ya se lo hubiera llevado.

Hubo, creo, varios factores sumados para que él tomara esa decisión, pero el desencadenante había sido los últimos llamados de sus abuelos, donde contaron que Martín no andaba bien. Tenía ya tres años, pero casi no hablaba y lloraba constantemente. El médico no le encontraba nada más que lo evidente: el peso de las ausencias.

Tal vez los abuelos estaban demasiado viejos para ocuparse de él, creía Fernando. Cuando su madre oía esas historias en el teléfono, lloraba y quería volverse, pero el padre se negaba. Decía que aún tenían que juntar dinero aquí y recién luego podrían volver.

-Por eso yo quiero irme cuanto antes.

No supimos qué decirle. Aún le faltaba casi la mitad del pasaje, un obstáculo que podía llevar meses. Yo sugerí hacer una colecta entre los amigos para reunir algo más, pero él me disuadió diciendo que ninguno tenía demasiado dinero y juntaríamos poco y nada.

El único que no se entero de esa historia fue Claudio, Porque andaba ido, como sonámbulo. Y la culpable era Macarena, quién si no. Finalmente se había decidido a llamarla y habían salido por primera vez. Yo me moría por conocer detalles, pero ya se sabe que los hombres son espantosamente escuetos cuando se trata de contar cosas importantes. Dijo que habían tomado un helado y hablado un rato. Eso solo. Pero el resto se podía leer en su cara, en esa expresión entre idiota y perdida que llevaba pegada a toda hora. Ni siquiera contaba como correspondía las últimas noticias del casamiento, al que todos estábamos invitados. Conversar con él era una experiencia penosa.

-¿Van a vivir en su casa entonces? -le pregunté un día por tercera vez.

No fue una buena oportunidad, porque estábamos en el patio del instituto y Macarena estaba cerca, conversando con sus amigas.

-¿De quién?

-De Adela, estamos hablando de Adela y su casa.

-Sí, solo por un tiempo, hasta que alquilen otra más grande.

-¿Pero qué te parece ella?

-¿Quién?

-¡Adela!

-Que está bien, eso me parece.

-Pero contame algo más, cómo la ves.

-¿A quién?

Uno terminaba por abandonar el intento. Así que no supimos mucho sobre la boda, apenas que habría una pequeña celebración tras la ceremonia en el Registro Civil. Habían invitado a Fernando y su grupo a tocar algunos temas, a fin de amenizar la cosa. Vaya a saber por qué, yo estaba nerviosa como si fuera mi propio casamiento. Tal vez intuía algo de lo que iba a pasar.

-Eres un poco adivina, no cabe duda.

-Callate.

 En esos días, la ausencia de mi madre provocaba un cierto caos en casa. Era la primera  vez que faltaba tanto tiempo y papá y yo dábamos vueltas sin encontrar nada, completamente perdidos. Lo peor, sin embargo, fue la violenta caída en el nivel de nuestra alimentación. Mis experimentos en la cocina no tuvieron un gran resultado: pasé de un pollo sin gusto a unas albóndigas secas y demasiado saladas. Cuando papá venía temprano cocinaba él, y entonces eran siempre fideos con salsa picante. Los dos intentábamos ponerle buena cara al asunto, pero nos costaba tragar tanta porquería.

Un par de semanas después de la partida de mamá, él llamó por la tarde a casa y me invitó a comer fuera. Fue una buena idea. No sé si porque estábamos solos, o porque papá tenía uno de esos raros días en que se siente inclinado a las confidencias, conversamos más de lo habitual: de su trabajo, de las noticias de Buenos Aires, de mi abuela, de Bruno y su nueva novia, que llevaba una trenza larga y hablaba poco. Y en ese momento papá me preguntó sin preámbulos si aún quería volverme cuando se cumpliera el año.

-Pero no vayas a darme una respuesta de compromiso -advirtió-. Quiero saber de verdad lo que pensás.

-A veces sí, me muero por volver -le dije-. Pero otras veces no. Es como si quisiera irme y también quisiera quedarme. Al mismo tiempo.

Lo que había dicho era claramente idiota. Uno no puede querer estar en dos sitios al mismo tiempo. Mi padre, sin embargo, dijo que era muy lógico, y que a él le pasaba lo mismo. Solo que pensaba que nos iba a ir mejor en Madrid: quería quedarse, al menos un año más.

-¿Contamos con vos?

Sé que él esperaba que yo aceptara, que sonriera, quizás hasta que brindáramos por la decisión. Pero yo no sabía. Le dije que quería tomarme unos días más para pensarlo. No más de una o dos semanas, prometí.

-¿Y  qué has decidido?

-Nada todavía.

-Ya han pasado más de dos semanas.

-Sí, pero no lo sé.

-Alguna idea tendrás. Dime, ¿qué es lo que menos te gusta de Madrid?

-Estar tan lejos.

-¿Lejos de qué?

-¿Me estás tomando el pelo? Es obvio. De Buenos Aires, de mi casa, de mis amigos.

-Pero si te vas estarás lejos de aquí, de tu nueva casa, de Madrid, de tus otros amigos.

-¿Estás intentando deprimirme?

-No.

Aunque Diga FresasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora