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Contra todos los pronósticos, el día del casamiento amaneció fresco y tuve que volver a sacar mi abrigo del armario, adonde creía haberlo hundido hasta el próximo invierno. Hubiera querido quitarle un poco el polvo, pero no tuve tiempo porque tenía que salir hacia el instituto. La ceremonia sería a las dos, y lamentablemente eso nos daba tiempo para ir a clases.
A mí desde la mañana me había invadido con más fuerza que nunca ese extraño estado de excitación y nerviosismo, como si anticipara que alguna cosa importante iba a pasar. No es que yo me crea bruja, de verdad, pero esta vez sentía que ese oscuro presagio tenía que tener algún sentido.
El malestar interno, además, había irradiado sus efectos hacia afuera, por lo cual me veía decididamente mal. Mi pelo se había puesto más rebelde que nunca y le daba a mi cabeza un aspecto de pelota inflada. Tenía También unas ojeras horribles. Antes de salir, me metí en el baño del instituto e intenté mejorar un poco el desastre con peine y maquillaje.

-Era eso, entonces. Mira que eres mentirosa: te lo pregunté y dijiste que no te habías hecho nada.
-Me dio vergüenza.
-Además exageras todo, porque no estabas mal.

Cuando llegamos ya había bastantes invitados. A Adela se la veía resplandeciente. Era su quinto casamiento, pero estaba arreglado y nerviosa como si fuera el primero, con un vestido azul claro que hacía juego con sus ojos y unos zapatos altísimos. En la mano llevaba un ramo de flores blancas que pretendía tirar en dirección a su amiga Fernanda, que en las cuatro bodas anteriores no había podido agarrarlo y estaba absurdamente convencida de que por ese motivo seguía soltera. José tenía un traje oscuro, una corbata celeste y una cara de susto como pocas veces he visto. Creo que recién entonces estaba conociendo a la familia en pleno, esos primos y tías de expresión agria en cuyas miradas se leía lo que pensaban: que ya estaban hartos de los casamientos de esta mujer indecisa. Por suerte también estaban presentes algunos de sus amigos colombianos que, indiferentes al estado de tensión que reinaba, se reían con ganas de alguna broma que nunca puede conocer, mientras el sector más amargo de la familia los miraba con ojos de censura. Estaban también el padre de Sergio y Luisa, pero no su madre. Claudio, de pie junto a José, parecía tener una sonrisa de ocasión pegada en la cara mientras iba saludando uno a uno a todos los integrantes de su nueva familia. Y hasta estaba Macarena, que fue presentada no sé bien si en calidad de novia o amiga, porque las cosas todavía no eran del todo claras.
Y aun así, todo salió perfectamente bien. La ceremonia empezó a tiempo y el juez habló lo justo. Cuando dijo eso de "aceptas por esposa...", me pareció que a José le temblaba la voz, como si estuviese a punto de llorar. Adela, en cambio, se veía mucho más firme, tal vez por la práctica acumulada. Yo me emocioné en el momento del beso y sobre todo cuando intercambiaron los anillos mirándose a los ojos.

-Fue todo un poco exagerado para mi gusto. Demasiado romanticismo.
-Vos no tenés sensibilidad.

Luego vinieron los saludos en la puerta, el arroz y el lanzamiento del ramo. Adela apuntó con certeza hacia el lugar donde estaba Fernanda, pero una mujer que debía de rozar los sesenta se interpuso y lo atrapó en el aire, para desazón general. No sé si fue idea mía, pero me pareció que a partir de ese momento miraba con ojos de cariño al padre de Sergio. Después debíamos ir hasta el salón donde se realizaba la recepción, apenas a unos pasos de allí. Mientras caminábamos le dije a Sergio que me había equivocado completamente, porque mis presentimientos no se habían cumplido. No sé bien por qué, yo había temido que algo interrumpiera la ceremonia, una de esas escenas de película donde una persona entra en el momento decisivo y dice algo así como que esta boda no puede celebrarse por tal o cual razón terrible. Pero nada, todo había salido exactamente como estaba previsto. Perfecto.
A partir de entonces me relajé. En el salón, los músicos estaban montando el equipo mientras unas chicas elegantemente uniformadas empezaban a circular con bebidas y canapés. Yo, que a esa altura estaba desesperada de hambre, me apoderé de un jugo de naranja y un sándwich y me senté dispuesta a saborear la comida y la sensación de que todo estaba funcionando tan maravillosamente bien. Y fue en ese momento cuando entró Mariana con cara de espanto.
Desde mi punto de observación la vi dudar primero, como si no supiera a quién acudir,  pero finalmente se acercó a Sergio y a Claudio y se lo dijo: acababa de ver a la Bestia en la calle y sin duda venía hacía el salón. La primera reacción de Sergio fue tomar el asunto en sus manos. Le pidió a Claudio que bajo ningún concepto saliera, porque iba a ir él a hablar con la Bestia para calmarlo.
Realmente creía que hablando podía frenar el desastre. No sabía que un tipo le había contado a la Bestia que había visto a su hermana muy abrazadita con Claudio por la calle, ni que luego había entrado a su casa para enterarse de que Macarena había salido espléndidamente arreglada rumbo a la boda de José. Tampoco sabía que el día anterior la Bestia había intentando prohibirle a su hermana que frecuentara esos amigos con la excusa de que era peligroso andar por ahí con ilegales y que ella había reaccionado riéndose en su cara. No sabía, en resumen, que lo que venía hacía él era una masa comparada de furia a la que ninguna palabra en el mundo hubiera podido detener.
Lo intentó. Yo llegué a presenciar parte de la escena porque cuando oí lo que sucedía salí tras él. Sé que lo frenó en la calle, justo antes de que entrara al salón, y que por favor no se metiera en busca de problemas. Su tono era relajado y amable, pero no alcanzaba para domar a una fiera que venía oliendo sangre. Luego me contó que la Bestia se limitó a preguntarle si era él quién había cambiado lugares con Claudio para saber lo que se sentía siento inmigrante. No esperó la respuesta de Sergio.
-Ahora verás lo que se siente -dijo.
Yo en ese momento me acercaba y vi su gigantesco puño quebrar el aire con velocidad, directo hacia la nariz de Sergio, que se tambaleó y cayó al piso. Creo que grité mientras corría hacía él, asustada porque de su nariz salía un grueso chorro de sangre. No me di cuenta de que detrás de mí venía Fernando, llevando en sus manos la guitarra que intentaba cuando supo la noticia. Oí su exclamación -qué hijo de puta, creo que dijo dijo- y al levantar la cabeza lo vi transformado: en su cara estaba toda esa furia que venía juntando a lo largo de los meses y que descargó en un golpe certero. La guitarra se rompió contra la cabeza de la Bestia.
Al tipo se le aflojaron las piernas y tanteó el muro en busca de algo que lo sostuviera. Sé apoyó y de a poco fue deslizándose hasta quedar sentado en el piso, con los ojos cerrados y la boca abierta, como un pescado que busca aire fuera del agua. Lo miré a Fernando, que ahora tenía una expresión desconcertada y observaba con lástima, no a la Bestia, sino a la guitarra que había roto.
Yo había encontrado un pañuelo en el bolsillo de Sergio e intentaba limpiarle la sangre que no dejaba de salir de su abombada nariz. Recuerdo haber pensado que tal vez le iba a quedar torcida para el resto de su vida, como les sucede a los boxeadores. También pensé que debía pedir ayuda, porque no sabía qué hacer para frenar la hemorragia y Fernando se limitaba a mirar desolado la guitarra sin hablarme. Entonces levanté la vista para ver si alguien se acercaba y los vi.
Acababan de estacionar el auto verde a pocos metros de donde estábamos. Primero lo reconocí al gigante por su extraordinaria altura. El otro era Moncho, que se disponía a cerrar la puerta del coche. Algo brillaba en su mano. Un revólver, pensé.
En ese momento tuve una especie de revelación y entendí todo. Eran ellos quienes habían seguido a Sergio porque desde el principio creían que él era el hijo de José. Y ahora venían a matarlo.
Empecé a sacudirlo a Sergio desesperada.
-Levantate -le dije-. Vienen a matarte. Hay que escapar.
Él me miró con los ojos entrecerrados y dijo algo sin sentido, creo que sobre una película.

-No era algo sin sentido: yo creía que me estabas contando una película.
-¿Cómo te iba a contar una película en esa situación?
-Más extraño todavía era que me hablaras de alguien que venía a matarme.

Tuve que sacudirlo un poco más hasta que logré que se levantará y empezamos a correr de la mano hacia el salón. Creo que el gigante nos vio, porque gritó algo y también ellos corrieron. Sergio era como un muñeco que simplemente se dejaba llevar: estaba aún como en una nube cuando lo deposité en manos de su padre y le supliqué que lo ocultara. Entonces me di vuelta en busca de José. Pero los tipos habían entrado y lo habían localizado antes que yo.
Ahí empezó lo peor.
La fiesta había quedado dividida en dos: una parte de los invitados no se había dado cuenta de lo que pasaba y seguían conversando y comiendo como si nada. Pero los que estaban más cerca habían enmudecido y los miraban. Se había producido un revuelo cuando entraron, porque se veía a la distancia que los tipos venían buscando problemas. José había avanzado hacia ellos con dos amigos colombianos y ahora estaban discutiendo en un rincón. No era un revólver lo que tenía Moncho en la mano, entendí recién entonces, sino un móvil. Creo que en realidad su intención no era matar a nadie,  no al menos de entrada. Pero estaba decidido a cobrar la deuda a cualquier precio. Aunque yo no oía sus palabras, podía adivinarlas: José intentaba que salieran del salón y llegó a poner una mano en el pecho de Moncho, como para empujarlo hacia la puerta. No debió hacerlo. Los dos brazos del gigante lo agarraron como tenazas y apretaron. A mí me pareció oír cómo se quebraba el flaco cuerpo de José, pero debió de ser mi imaginación.
No sé por qué nadie intervino para echarlos. Todos estaban ahí parados, como si sólo se sintieran espectadores de una escena ajena. Vimos que Moncho le hablaba muy cerca del oído y José empezaba a sacar unos pocos billetes doblados de su bolsillo y los ponía en sus manos. Lo mismo hicieron sus amigos, pero no alcanzaba, eso era obvio. El tipo siguió hablando y, aunque no oíamos lo que decía, en su tono se adivinaba una amenaza mientras las tenazas presionaban  a José, que finalmente se dio vuelta y miró en dirección a Adela. Fue una mirada tan desolada, tan muerta de vergüenza, que creo que todos bajamos los ojos.
Durante ese tiempo, Adela había observado todo junto a uno de sus hermanos, que le rodeaba los hombros con su brazo, como queriendo protegerla. Se veía abrumada por el desconcierto, por la incapacidad de entender quiénes eran esos horribles tipos que venían a arruinar su fiesta de casamiento. Tras el gesto de José, dio unos pasos y, cuando estuvo a su lado, él le habló al oído. Ella no dijo nada, aunque sus ojos se veían tristes mientras buscaba su bolso y sacaba algo de allí. Después se acercó a dos de sus hermanos y a un primo, y les susurró unas palabras. Las expresiones de ellos fueron del estupor  al desagrado, pero hicieron lo que les pedían. Los billetes pasaron a manos de Adela y después a las de José, que volvió a acercarse a Moncho. Pude ver cómo el tipo los contaba, lentamente. Después volvió a mirarlo a José y le dijo algo, pero él hizo un gesto de impotencia, como diciendo "es todo lo que hay". Moncho insistió y señalo sus manos. Creo que ese fue el momento más duro: cuando José empezó a tirar del anillo de oro que con tanto amor le había puesto Adela un rato antes. Pero no salía. Quizás le quedaba un poco chico, o quizás fueron los nervios los que lo atascaron, pero mientras tironeaba algo cambió. De pronto José levantó los ojos, lo miró a Moncho y dijo que no. Que el anillo no. Creo que todos contuvimos el aliento en el mismo instante porque veíamos venir una tragedia. El gigante puso una de sus enormes manos encima de la espalda de José y un instante después los dos amigos colombianos se adelantaron un paso, como tomando posiciones para el combate. Y en ese momento, Moncho cambió de idea. Supongo que pensó que ya tenía el dinero y el anillo no valía una batalla. Le hizo un gesto al gigante, que pareció consternado pero volvió a meterse las manos en los bolsillos. Después susurró algo en el oído de José, dio media vuelta y los dos salieron.
Yo tenía muchas ganas de llorar, pero no lo hice.

Aunque Diga FresasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora