Prologo

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Con una impresión conocida, sintió llegar la noche. Lentamente su cuerpo comenzó a despertar de su letargo. Sus brazos y piernas poco a poco cobraron movilidad y finalmente, con el último rayo de sol, sus ojos se abrieron. Encontrándose con la desgastada madera de su sarcófago. Su rostro pálido, de una belleza exquisita y sobrenatural, dibujó una mueca de repudio. Cuanto odiaba encontrarse de nuevo con su maldita realidad. Cuanto le disgustaba comenzar otra sangrienta jornada, cobijado por las sombras de la noche o bajo la luz de la luna. En cualquiera de los casos, ninguna de sus víctimas era capaz de correr con suerte. Por mucho que quisiera abstenerse o frenarse, su cuerpo no obedecía su mente y siempre perdía la lucha, terminaba apoderándose de algún condenado que se convertía en una estadística más.

Estiró perezosamente el cuello y sin prisas, abrió el féretro, sin problema alguno, debía admirar el buen trabajo de quien lo había fabricado hacia ya mucho tiempo. El olor a humedad y podredumbre irritó su fina nariz, pero lo ignoró y abandonó su lecho, dirigiéndose a las escaleras de piedra, que conducían fuera de los calabozos, los cuales fungían como su guarida.

No había demasiadas opciones a la hora de resguardarse, era el lugar más oscuro del castillo. El sol no lo mataba, como algunos afirmaban, pero exponerse dañaba su cuerpo de manera grotesca y demasiado dolorosa. De ahí que no fuera una buena idea tentar a la suerte y arriesgarse. "Ser especial", implicaba llevar una rutina nocturna y sangrienta, asimismo, cuidarse las espaldas y mantener su identidad en el anonimato.

Vampiros. Ese era el nombre que los seres como él recibían. Había visto morir a muchos, incluso algunos incautos que no tenían ninguna relación con la sangre, pero los múltiples asesinatos que comenzaban a devastar los pueblos, generaron una ola de pánico y terror. Ya no se buscaba realmente un culpable, solo alguien que calmara la muchedumbre. 

Sus pasos silenciosos lo guiaron hasta el interior del castillo, que iluminado por antorchas y lámparas de petróleo, mostraban un lugar agradable y ostentoso, pero que no era capaz de mitigar su desagrado y desazón por su existencia.

Probó muchas formas, incluso las que los humanos usaban para exterminar a sus iguales, pero nada había dado resultado. «No morirás. Caminaras de noche, por toda la eternidad. Ese será el peor de tus castigos». Las palabras de aquel ser que lo condenó, resonaron dentro de su mente, como siempre que desesperadamente buscaba una manera de ponerle fin a su historia. Una maldición. Se suponía que esa era la diferencia entre él y aquellos que amaban la cacería y su perdurable juventud. Ellos podían perecer, él no lo hacía. 

―¡Amo! ―exclamó uno de sus sirvientes, apareciendo en el corredor, haciendo una reverencia.

Lo observó con detenimiento, buscando alguna señal de temor, que no fue capaz de encontrar.

Malaquías parecía haberse acostumbrado a su aspecto siniestro y aunque eso en ocasiones lo hacía sentir normal, otras tantas resultaba despreciable. Era solo su sentido común, su obligación, no algo sincero.

―¿Tienes preparado mi caballo? ―cuestionó retomando la marcha, dirigiéndose a la sala principal.

―Por supuesto. Kaizer está listo para acompañarlo...

―No es necesario ―interrumpió agitando la mano―. Saldré solo esta noche.

―¿Está seguro, amo? ―inquirió con cierta preocupación el anciano―. Hubo bastante movimiento toda la tarde.

Entendió a lo que se refería, pero sabía cómo arreglárselas. Conocía los pantanos y las zonas más peligrosas, por las cuales no se atrevían a cruzar los humanos. Además, debía ir y volver antes del alba. Solo pasaría desapercibido, aunque era capaz de moverse más rápido a pie, eso delataba su verdadera naturaleza.

ContrariedadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora