Sueños.

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No sé cuando, ni cómo comenzó todo.

Recuerdo claramente su rostro, era pálido como el de un cadaver, con un toque de tristeza en sus facciones, y su mirada igual a la mía.

De pronto, despierto. En la penumbra de la noche me encuentro recostado en mi cama, con el sudor frío helando mi espalda. Siempre es el mismo sueño, y luego siento que me falta el aire. En mí nace un gran vacío, que se implanta en mi pecho como un parásito imposible de quitar. Presiento que quizás me estoy perdiendo de algo fundamental en mi vida, algo muy valioso que he olvidado. Odio este sentimiento y nunca sé como calmarlo. Hasta que el alba llega a mi ventana como un viejo e insoportable amigo.

Llegando el camión de la mudanza, generó un estruendoso ruido al sonar el claxon. Mis padres ya tienen las maletas listas en la entrada de nuestra casa y se aseguraron toda la semana de guardar en las cajas hasta el más mínimo cachivache inútil. De todos modos, al bajar por las escaleras los vi deambular sin cansancio de un lado a otro, de la sala hasta la cocina, de la cocina al comedor y repitiendo el mismo patrón.

El hambre me hacía rugir el estómago, pero mientras me disponía a desayunar, no podía evitar pensar que en breve ingresaría a una nueva escuela, conocería nuevos amigos...

— Amigos, ¿eh? —murmuré por lo bajo, hablando conmigo mismo antes de darle una mordida a mi tostada con mermelada de mora.

Nunca he tenido uno de esos. No que me duraran lo suficiente al menos. Parecía ser que la gente terminaba por sentir una tremenda aversión hacia mi persona con el pasar del tiempo. No podía culparlos ni aunque quisiera, cosas extrañas solían suceder a mi alrededor. A veces, eventos horribles, como la navidad en que tenía once años. Más de un centenar de cucarachas, gusanos, moscas y alimañas desagradables invadieron la nevera cuando mamá me regañó y se negó a dejarme abrir los regalos antes que el reloj marcara las doce de la noche. Aquella vez, la cena que había preparado con tanto esmero para los invitados se había arruinado. Casi ni se podía entrar a la cocina, pues el olor era putrefacto. Con los años, fue así como ni siquiera mis padres aguantaron la carga de mi compañía. Aquella mañana nos separaríamos, quizás para siempre. Ellos irían a vivir al campo, con la excusa de cuidar a la abuela y a mí me enviarían lejos, a un internado.

La despedida fue más tediosa que el viaje, aunque duró tan poco que dio bastante pena. Realmente parecía que se estuvieran deshaciendo de mí. Me sentía como un perro que había crecido, que ya no era un lindo cachorro y al que la familia decidía abandonar a su suerte, abriendo la puerta del carro y arrancando a toda velocidad sin mirar atrás.

Frente al internado, recogí las maletas a mis costados, observando la inscripción con el nombre de la institución grabado en grandes letras verde oscuro con elegantes detalles plateados; "Instituto Geschlecht". Recordé entonces el sobre en el cual venía la carta emitida por la directora con el mismo nombre, donde explicaba a mis padres lo "anormal" que era su hijo y que podrían ayudarles a resolver sus problemas y la incertidumbre que les causaba. Bajé la mirada, abatido. En lo que duraba mi suspiro medité la posibilidad de escapar, pero no había sitio en el cual refugiarme. Obviamente la decisión de entrar fue la más acertada.

La academia era excesivamente grande, sin exagerar. Estaba rogando a los cielos para no extraviarme o lo más probable era que no me encontrarían jamás. Bueno, suponiendo que me buscasen, pero ¿A quién le interesaría encontrar a alguien que traía la mala suerte clavada en la médula?

Avanzando con pasos lentos e inseguros y como desconectado de mi cuerpo, sin planearlo me encuentro frente a la oficina de la directora. ¿Cómo lo supe? Por las caras largas de los muchachos que esperaban sentados a las afueras. De seguro se habían metido en problemas, ya había estado incontables veces en su lugar.

Pandemonium.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora