II

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II

Ese día, Martín había llegado a la escuela primaria bastante animado. Estaba de buen humor porque hoy su maestra les enseñaría a multiplicar y él siempre veía a su padre hacerlo, quedándose hasta tarde con una calculadora en manos y un pilón de hojas a un lado. Su madre le repetía una y otra vez "¿Qué vamos a hacer?" y su padre seguía haciendo más y más cuentas. Cuando Martín preguntaba qué estaba pasando lo enviaban a su habitación, él se dormía escuchando a sus padres discutir. Es por eso que hoy estaba tan emocionado por poder aprender a multiplicar. Quizás así podría ayudar a sus papás con las cuentas matemáticas y ellos ya no tendrían que pelear. Quería ser útil, no le importaba su edad, él quería ayudar de todas formas.

Su primo menor le pasa la pelota demasiado fuerte y Martín no es capaz de atajarla a tiempo, por lo que esta se va muy lejos. El rubio suspira y va a buscarla. No tarda en encontrarla en un arbusto a unos varios metros de distancia. Sonríe y toma la pelota, no queriendo perder más tiempo, después de todo estaban en un partido muy importante y el recreo ya estaba por terminar. Pero un pequeño sollozo lo interrumpe. Se gira y busca con la mirada quién es el causante de tal sonido. A los pocos minutos distingue a un niño castaño hecho una bolita en su lugar, con las piernas flexionadas sobre su pecho y tapando su rostro con ambas manos.

Martín, curioso como siempre, se acerca a él despacio y se arrodilla en el césped para estar a su altura. Toca su hombro para verificar que estuviera bien. El niño no parece reaccionar muy bien y brinca sobre su lugar, a la vez que alza la mirada para ver de quién se trataba, sobresaltado. Al poco rato frunce el ceño cuando reconoce a Martín y desvía la mirada.

—¿Manuel? —reconoce también y se acerca otro poco—. ¿Por qué llorás? ¿Estás bien?

El aludido retrocede más, no queriendo estar cerca suyo. Martín, terco también, se vuelve a acercar e intenta volver a tomarlo del hombro para darle confianza. Manuel golpea su mano, para que lo suelte, y lo mira con rabia.

Martín puede ver sus ojos miel, empañados en lagrimas, y sus mejillas sonrojadas por el reciente llanto. Pero, además, percibe una marca roja en su frente y no tarda en atar cabos.

—¡Ay, no! —exclama, preocupado—. ¿Te golpeamos con la pelota? ¡Lo siento mucho!

El sonrojo en el rostro de Manuel aumenta y lo empuja.

—¡Vete de aquí! ¡Déjame solo! —dice, furioso.

Martín no tarda en levantarse e irse. La mirada llena de odio que le había dedicado le fue suficiente para saber que no podía hacer más. Aun así, se sentía algo feliz. Por fin había escuchado la voz del misterioso chico.

Manuel, por otro lado, lo observó irse nuevamente y, una vez solo, se volvió a echar a llorar. No fue el pelotazo en el rostro lo que le había dolido.

Leéme (ArgChi)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora