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N/A: tengo sueño y hambre ahre

XX

Martín salió corriendo del aula con una sonrisa enorme en los labios y una inmensa emoción y ansiedad recorriéndole el cuerpo. Durante la última semana habían dedicado todos los quince minutos de los recreos exclusivamente a leer ese dichoso libro. Ya hasta había perdido la cuenta de cuántos capítulos llevaban leídos pero quedaba una muy escasa cantidad de hojas amarillentas por leer. El final estaba cada vez más cerca de lo que parecía ser el libro favorito para ambos niños y la incertidumbre y curiosidad habían sido duras tanto para Martín como para Manuel. Durante el fin de semana dicha historia le había quitado el sueño al rubio y Manuel había tenido que esconder el libro debajo de su cama para resistir las ganas de leer el final por su cuenta.

Y aunque Martín tuviera bolsas debajo de los ojos y Manuel no había parado de morderse las uñas, lo único que cabía en la cabeza de ambos era conocer el desenlace. Nada más había ocupado su cabeza en todos esos días. Ni siquiera Miguel, ni siquiera los padres de Martín, ni siquiera el miedo. Estaban tan sumergidos en aquel libro, tan pegados el uno al otro para alcanzar a leer las letras a veces desteñidas de aquellas hojas, tan felices y emocionados por poder sentir un interés así de grande que no habían prestado atención a todo lo demás.

Las flores florecían y las hojas de los árboles se tornaban cada vez de un verde más intenso, Martín ya casi no veía a su madre durante el día y su padre le gritaba cada vez más, dándole órdenes y exigiéndole que le hiciera favores y no le contara a mamá, Miguel sonreía arrogante cada vez que Martín agachaba la cabeza ante su presencia y se burlaba de él cuando se quedaba callado ante insultos y burlas; "Ya aprendió" le decía Miguel a Francisco con malicia. A Martín no le importaba o, más bien, no tenía tiempo para ponerse a pensar en ello. Pasaba todo el día garabateando sus cuadernos de la escuela, tratando de dibujar a los protagonistas y plasmar en papel la imagen que aparecía en su mente.

Manuel ya no prestaba atención a los papelitos que le tiraban durante las clases, no se ponía a pensar en todas las posibles maneras en que los demás niños podrían hacerle daño, no había espacio para recordar que debía caminar con precaución y miedo por las calles, no respondía cuando su madre preguntaba qué era lo que repentinamente le estaba dando ganas de ir a la escuela. Sus días se resumían en llenar su libreta con miles de posibles finales que podría tener la historia, miles de teorías y anotaciones sobre todo lo ocurrido para no dejar escapar ningún detalle y, quizás, poder acertar con alguna de sus opciones y predecir el final del libro. Todo a su alrededor se resumía en el libro que traía en manos y en las reacciones energéticas y sorprendidas que Martín tenía con cada escena.

—¿Estái' listo? —preguntó Manuel, con una sonrisa radiante en el rostro y el libro en sus manos.

—No leíste el final sin mí, ¿no? —preguntó emocionado mientras se sentaba a su lado.

—¡Claro que no! Te lo prometí.

Martín asintió unas cuantas veces y soltó un pequeño chillido cuando Manuel abrió el libro y llegó a la página ciento cuarenta y cinco. Ambos se miraron y sonrieron emocionados. Manuel se tuvo que aclarar la garganta un par de veces para que la voz no le saliera temblorosa debido a la emoción.

—Capítulo veinticuatro —comenzó a hablar. Martín podía jurar que su voz se escucha más dulce que otras veces—. Ahí estaba. Donde todos me decían que no debería ir, haciendo las cosas que mi madre me advertía que no eran adecuadas para una dama, diciendo palabras que jamás creería pudieran salir de mi boca. Ahí estaba. Con mi ropa desgarrada y manchada de tierra y sangre, con mi cuerpo repleto de vendas y las piernas temblando cansadas y adoloridas, mi corazón latiendo desbocado y mi mano apretando con fuerza la de Alejandro, quien débilmente me devolvía el agarre. Ambos sentados dentro de la ambulancia, exhaustos pero libres. Rodeados de policías y paramédicos que se movían de un extremo de la calle al otro inquietos, y de los periodistas que intentaban escabullirse para conseguir una buena fotografía de la escena u obtener una respuesta exclusiva y sus preguntas atropelladas y confusas mezclándose con las sirenas de los autos policiales. Acaricié la mano de Alejandro con mi dedo pulgar y él me sonrió. Finalmente, todo había terminado.

Leéme (ArgChi)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora