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El último trago del vaso de café le sabía siempre especialmente amargo, especialmente asqueroso. Miró la máquina automática con una ceja levantada en el gesto más rebelde que se permitió aquella noche. Sabía a mierda. A mierda oscura y líquida. Aquel cacharro llevaba allí más de diez años y ya, entonces, era vieja. Vieja y decrépita.

Bufó, desencajando la mandíbula. Joder, mira tú. Lanzó el vaso de plástico blanco a la basura justo después de estrujarlo entre sus manos; miró el reloj. Las cuatro y veinte de la madrugada. Y él había salido a las cuatro.

La comisaría de la Avenida White era un cuchitril del que el estado se había olvidado hacía ya demasiado tiempo. Incluso en los primeros años, cuando acababa de salir de la academia de policía y realizaba allí sus prácticas: incluso cuando todo parecía especial y casi mágico y él no era más que un crío al que todo le parecía maravilloso. Incluso entonces había que ser un imbécil para no ver que el sitio se caía a pedazos.

-Andersen- una voz grave le hizo volverse. Se le dibujó una sonrisa estúpida en la cara, pero intentó ocultarla de alguna manera.

-Hola, sargento- dijo, poniéndose serio, mientras el hombre se acercaba a él.

-No contaba con verle por aquí esta noche, Andersen- el viejo sargento Snell le miró con gesto reprobatorio, como diciendo: "no, chico, te sigues metiendo en líos demasiado gordos".

-Ni usted ni yo creemos eso, sargento- no tenía por qué llamarle sargento. En la División Especial no tenían altos cargos, ni funcionaban como el resto de policías. De hecho, él no debía estar allí en aquel preciso momento. Pero sabía que Snell se lo pasaría por alto.

Howard Snell le atravesó con esos pequeños ojillos castaños que tenía. Seguía llevando el pelo cortado y por la parte de arriba comenzaba a apreciarse la coronilla. Era un hombre pequeño con hombros imponentes y brazos que parecían pilares. Algunas arrugas cruzaban su rostro, pero eran escasas. Qué edad debía tener, ¿cincuenta? ¿sesenta tal vez? Johan se dio cuenta de que no podía ni tan siquiera imaginarlo. Él siempre se había sentido un niñato frente a él. No era ese tipo de miedo que algunos muchachos del cuerpo le tenían, sino algo mucho más profundo. El exigente Snell, el loco Snell. El que hacía siempre las rondas más largas, el que no te dejaba pasar ni una.

Johan sabía que él nunca podría regirse por las mismas normas rectas que el sargento. Por el rabillo del ojo observó su reflejo en el cristal mugriento. Descifró su propio pelo negro alborotado. Mechones inconexos caían por su nuca y por arriba se le formaba una especie de cresta mal hecha, mal levantada. Era como diez centímetros más alto que Snell, pero su cuerpo era mucho más pequeño. Muy poca cosa en realidad.

Le pesaban los huesos. Le dolía la espalda. Y ahora esto. Volver a la comisaría de la Avenida White habría estado bien en una ocasión en la que no llevara más de 120 horas sin dormir.

Y, entonces, Angelique aparecía como caída del cielo.

-¿Puedo preguntar cómo te enteras siempre tan rápido cuando ella acaba aquí?- preguntó.

-En realidad siempre me entero de quién acaba aquí. Es mi sección- se encogió de hombros en un ademán controlado porque no quería no ser respetuoso.

-En ese caso ¿debería preocuparme porque sea ella quien te importe?- sabía que ese estaba siendo un momento crucial. De verdad que lo sabía. Le habría encantado desplomarse y decir que vale, que está bien. Que pase la noche en el calabozo. Que no duda que se lo merezca. Y sin embargo, ahí estaba: ese sentimiento abrasador de culpa. Culpa que sabía infundada, pero culpa al fin y al cabo.- Mira, Johan, sé en qué andas metido. Sé que en la División Especial no os andáis con tonterías y no os atenéis a las mismas leyes que el resto, pero hay unas... normas, que están ahí. No sois invulnerables.

carameloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora