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-Deberías andarte con ojo, Johan, te lo digo en serio- pero en la voz de Orwell no había ni un atisbo de preocupación. Miraba distraído por la ventana del coche cómo el paisaje cambiaba, como se iban adentrando en el West poco a poco.

-Si llego a saber que me vas a dar la charla no te digo nada- Johan suspiró sin apartar la vista de la carretera- Bastante tengo con Esteve ya. Y manda cojones que sea por hacer bien mi trabajo.

-No es por hacer bien tu trabajo, es por tus maneras- añadió su compañero- Mira, a mi me parece de puta madre porque siempre que curro contigo nos lo quitamos de encima rápido y bien y eso me da un poco de vida, ¿entiendes? Pero que Esteve diga que han encontrado restos de una mujer dentro del cuerpo de Cecilia Summers y que tú ya tengas un nombre... ¿No has pensado que tu contacto puede tener algo que ver?

-Ni por asomo, Orwell, de eso estoy seguro.

-¿Por qué?

-Porque mi contacto no necesita montar todo esto para nada. Tiene sus métodos, sus maneras y... En fin. No sé. No me meto. Pero no tiene nada que ver.

-Alguien tan metido como debe de estar ese tío...-dijo-... tarde o temprano se meterá en un lío. O no podrá ocultar las pruebas como quizás ha hecho hasta ahora, ¿qué harás entonces?

Johan guardó silencio y tragó saliva. No era la primera vez que pensaba en algo así. No era la primera vez que sentía el peso de su pistola repleta de balas de plata cuando los ojos de Angelique lanzaban chispas terribles. Sabía que no la podía controlar, solo intentaba que lo pareciera.

-Dejárselo a otro policía y rezar para no acabar en el infierno.

Fue una respuesta concluyente.

-El 17 de la Calle Stuart- avisó Orwell, como si lo que su compañero acababa de decir no tuviera ninguna importancia- Es aquí.

Aparcó en un sitio libre justo ante el jardín. Su vehículo destacaba entre tanto auto destartalado; no era el West más profundo, pero ya se trataba de una zona en la que al menos a él no le gustaría vivir. Resopló.

Los dos hombres bajaron del coche. Realmente tampoco desentonaban, Johan pensaba que tenían cara de sospechosos, de timadores o algo así. Eso estaba bien, al menos era de ayuda. Cruzaron el jardín en el que la mala hierba crecía sin control y había algunas latas de cerveza desperdigadas.

-¿Estamos seguros de que vamos a conseguir algo?- preguntó Orwell, con un cigarro en los labios. Johan solo se encogió de hombros, llamando a la puerta. Repitió el gesto un par de veces.

-¿Quién coño es?- la mujer que abrió la puerta no estaba en su mejor momento, desde luego. Llevaba el pelo rizado y revuelto y tenía la piel amarillenta. Vestía una bata azul de apariencia vieja que dejaba ver sus piernas esqueléticas.

-¿Señora Monroe? Soy el agente Johan Andersen y este es mi compañero Thomas Orwell.

-¿Y qué coño quieren?- gruñó la mujer, pasando una mano por sus cabellos.

-Somos de la División Especial. Y tenemos unas preguntas que hacerle sobre Lena.

La mujer empalideció. Esther Monroe, madre soltera. Ella misma había denunciado la desaparición de su hija seis meses atrás. Nadie le hizo demasiado caso entonces; cada día desaparecían chicas y, al parecer, el coche de esta apareció en un desguace meses después de desaparecer. El agente que llevó el caso dio por hecho que la chica se había fugado y, para ello, había vendido el vehículo. Un trámite casi mecánico.

-La División Especial...-murmuró- Pasen.

El interior de la casa estaba en penumbra y había bolsas de basura amontonadas en un rincón, como si alguien quisiera tirarlas pero siempre lo fuera dejando. La mujer les ofreció algo de beber mientras ella rellenaba su taza con whisky y con café. Se negaron intentando sonar educados.

carameloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora