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Angelique solo comía en el Palermos. Johan había tardado en darse cuenta de que el único sitio en el que la había visto ingiriendo algo sólido era allí: por lo demás solo café, bebidas energéticas mezcladas con alcohol o vodka a palo seco.

El Palermos era una pequeña cafetería italiana con un aspecto insalubre. La comida era muy barata y sabía únicamente a grasa, deliciosa grasa americana. Estaba seguro de que comer dos hamburguesas seguidas podía producirte un infarto de miocardio por taponamiento inmediato de las coronarias. La llevaba un tipo italiano, o eso decía él, con bigote que tenía un nombre impronunciable y una mala leche considerable, así que jamás había tenido la necesidad de hablar con él. Eso le gustaba; no soportaba interactuar más de lo debido con dependientes, cocineros o empleados en general.

Tiró la colilla a un charco antes de entrar en el lugar, donde pudo ver a la muchacha mirando con indignación el televisor: le sorprendió ver que tenía mal aspecto de verdad, peor que en otras ocasiones, con el cabello rubio todo encrespado y unas ojeras inmensas. Pocas veces la había visto así y la punzada de preocupación que le había producido escuchar su cabreo por teléfono fue sustituido por una culpa leve: ¿y si era demasiado para ella?¿Y si la había metido en algo demasiado gordo?

Entró en el local y se dirigió hacia ella. Una pareja de adolescentes, una de ellas embarazadas, comían en una esquina hablando con la boca llena. Angie estaba en su rincón favorito, donde nadie la molestaba.

-Que aproveche- sonrió él, en un tono conciliador.

La chica ni siquiera le miró, hizo un gesto hacia la televisión. Alguien le había quitado el sonido, pero no necesitaba la voz para distinguir la sonrisa de Amanda. Esta vez no era ella la que sostenía el micrófono, sino una de sus compañeras. De hecho, parecía que la entrevistaban. En un instante el primer plano pasó a esa iglesia abandonada, Red Rose. Lo había oído en su despacho; las rosas habían brotado sin más durante la tarde y aún no se habían marchitado.

-Me he enterado de eso. Pero no sabía que...

-Esa zorrita tuya está grabando un reportaje sobre exorcismos ahí, en Red Rose- gruñó la rubia. Dio un mordisco a su bocadillo, que parecía contener una serie de cosas inconexas entre las que destacaba lo que parecía salsa barbacoa, champiñones y algo marrón que bien podía ser carne. O algo- Planea grabar el exorcismo íntegro. Mañana por la noche.

-No es "mi zorrita",  ¿y qué te importa a ti lo que haga ella?

Casper Murray ocupaba ahora la pequeña pantalla. Andersen le había visto alguna vez; un animal de la política, una de esas personas que enfocan su vida a manejar la de las demás y a que a estos le pareciera que estaba bien. Era un hombre de porte atlético, cabello gris y ojos azules e intranquilizadores. Tenía pinta de cansado y Andersen pensó que si no la tuviera, con todo el marrón que tenía encima, habría desconfiado de él. Ya lo hacía en realidad, pero los votantes no, o esos datos daban las últimas encuestas.

-Eres un gilipollas- puso los ojos en blanco y siguió comiendo. Sobre la mesa había un botellín de cerveza vacío y otro a medias.

-¿Te encuentras bien? Tienes mal aspecto.

-Llevo dando vueltas por la ciudad ni se sabe buscando basura que tú no eres capaz de solucionar. Y cuando encuentro algo resulta que ahí está esa payasa jodiéndome las cosas.

-¿Lo de las rosas tiene algo que ver con...?

-Lo de las rosas lo he hecho yo, anormal.

-¿Por qué?

-Por... Da lo mismo- bufó- El caso es que si me vas a ocultar información te puedes ir a tomar por culo desde ya, ¿me oyes? He estado haciendo el payaso para encontrarme con la imbécil esa justo cuando tengo algo.

carameloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora