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Las criaturas -sean del tipo que sea- están atadas a unas normas no escritas que deben respetar y que están dentro de sus instintos. Existe entre ellas, además, una jerarquía muy respetada por unos y por otros.

En el escalafón más alto están las criaturas más poderosas: los ángeles y los demonios. Y, en contra de la creencia popular, todos pueden ser invocados. Lo que ocurre es que, a lo largo de la historia, los ángeles se han desbancado bastante y son muy remolones en cuanto a la humanidad se refiere. Los demonios, desde antiguo, se han dejado llamar por los humanos por pura diversión y, normalmente, obtienen algo a cambio.

Inicialmente y, aunque a muchos les cuesta pensarlo, los humanos son tan antiguos como los ángeles y los demonios y a cuenta de hacer tratos con unos y con otros fueron derivando en unas cosas y otras. Las sirenas, por ejemplo, que hacía siglos que no tenían nada que ver con los hombres. O los vampiros, o los hombres lobo, o los hombres pájaro.

Angie debía almacenar todo ese conocimiento en su cabeza, pero lo cierto era que pasaba mucho del tema. Por eso se sorprendió cuando comenzó a sentir un hormigueo que iba creciendo desde sus pies hacia arriba. Cuando logró identificar aquello solo le dio tiempo a soltar una maldición y dejarse arrastrar por una fuerza que la levantó del suelo y contra la que no podía luchar.

Lo cierto era que Angie no solía ser invocada porque había muy pocos humanos que conocieran su ritual -que, por otra parte, era bastante sencillo-Ella lo prefería así porque una invocación suponía un pacto entre invocado e invocador: un pacto que no podía romperse de ninguna manera. Estaba obligada a colaborar, quisiera o no, y eso la ponía de muy mala leche.

Cuando sus pies tocaron el suelo lo primero que hizo fue soltar un rugido. Sintió los cimientos del lugar en el que estaba temblar. También sintió el incienso y un olor que ya conocía.

-¡¡Amarantine Buxtrode!!- ladró- ¿¡Cómo has usado perturbar mi descanso!?

Sí, Angie tenía que colaborar. Pero una vez terminara su misión era totalmente libre de hacer lo que quisiera. Y eso, a lo mejor, era eliminar a quien le estuviera haciendo perder el tiempo cuando estaba tan ocupada con otras cosas, como no hacer el ridículo delante de Andersen.

-Demonio Alüe, yo, Amarantine Buxtrode, te invoco- a su alrededor la niebla densa que la había rodeado parecía disiparse. Arremetió hacia delante para dar con la pared invisible; había dibujado un círculo con sal en el suelo. Comprobó rápidamente las runas que adornaban sus bordes y gritó de nuevo al ver que no había ningún fallo y que las líneas habían sido pulcramente dibujadas.

Qué menos podía esperar de Amarantine Buxtrode, pensó, una de las dos brujas que habían logrado llevar un akelarre en la ciudad; por supuesto que no había fallo. Angelique estaba dispuesta a saltar una amenaza hasta que detectó el olor a humo a su alrededor y el calor sofocante. Frunció el ceño al ver que Buxtrode no tenía el aspecto habitual; lejos de la pulcritud que solía mostrar estaba despeinada y tenía una herida muy fea en la frente. Parecía nerviosa, más de lo que la había visto en las ocasiones anteriores.

Buxtrode era una bruja poderosa, pero era una novata en cuanto a dirigir su comunidad: su madre había muerto un par de años atrás y le había cedido el título, tal y como solía ocurrir entre las de su raza. No dejaba de ser una mujer joven, con poco más de 30 años. Tenía el cabello rojísimo y una cara muy blanca. Con sus pómulos tan marcados y sus ojos grandes a Angie le recordaba a una suerte de gato; le parecía una mujer muy hermosa, sí, pero le faltaba coraje. Y algo de carisma.

No la había invocado muchas veces. La última vez lo había hecho acompañada de su madre y, eso sí, en aquel momento tampoco estaba sola, sino que veinte pares de ojos estaban posados en ellas, en la oscuridad del cuarto. Sus alumnas, pensó. Eso sí que era raro.

carameloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora