Capítulo XI

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Llevaba horas despierta, recostada sobre su pecho mirándolo dormir plácidamente. Los rayos de sol se filtraban por entre las cortinas de la habitación. Cristina lo contemplaba, imaginando todo lo que él habría tenido que enfrentar desde joven, solo. De pronto sintiéndose orgullosa de él por el éxito que había obtenido a lo largo de su vida sin apoyo de nadie. Sin cariño de nadie. Y lo que era peor, sin amor de nadie. Cristina suspiró y lo abrazó fuertemente, sonriendo por la sensación de paz que le brindaba el tenerlo entre sus brazos. Le había dicho que la amaba. Ella lo recordaba perfectamente. Besó su pecho desnudo, subiendo hacia su cuello, despertándolo así, cariñosamente. Dionisio ronroneó complacido y envolvió a Cristina con sus brazos. La apretó contra su cuerpo, sonriendo feliz por tenerla a su lado. Él giro rápidamente quedando sobre ella ya del todo despierto. Cristina sonrió al sentir su endurecida entrepierna presionando contra su muslo.

-Muy buenos días...- dijo ella.

-Están a punto de serlos.- respondió Dionisio, sonriendo pícaramente y entrelazando sus dedos con los de Cristina.- Tú lobo quiere jugar.- agregó, mientras presionaba sus caderas contra Cristina haciéndola sentir su deseo por ella.

-Mi lobo es un tanto insaciable.- contestó Cristina, cerrando los ojos tras comenzar a recibir besos en su cuello, sus manos presas bajo las de él.

-¿Eso te molesta?- preguntó Dionisio contra su oído, sin dejar de besarla.

-No.- respondió en un jadeo, al sentir la mano masculina colarse entre sus muslos.- Me fascina.

Dionisio sonrió y ajustó su posición, adentrándose profundamente en ella. Sintiéndose pleno, entregándose a ella como solo él sabía hacer. Haciéndola enloquecer de placer.

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-¡Ya perdí la cuenta de las veces que la he llamado y no contesta!- dijo Esteban enfurecido, golpeando el teléfono contra el escritorio.

-Tranquilo patrón, tranquilo.- le dijo el Rubio.- La señora Cristina, pronto estará de regreso. Estas son sus tierras, al igual que de la señorita Acacia y no creo que se vayan así como así.

-Acacia.- dijo Esteban en un susurro, su mirada perdida.

-¿A poco sigue enamorado de la patroncita?- preguntó el Rubio en tono burlón.

-No digas estupideces Rubio.- poniéndose de pie alterado y caminando hacia el capataz.- ¡Entre Acacia y yo, no puede existir nada!- dijo al tomarlo por las solapas de la camisa.- Yo amo a Cristina y es a ella a quien quiero a mi lado.

-Está bien patrón, está bien.- acomodándose la camisa cuando Esteban lo soltó.- Yo solo digo lo que veo.

-Eso me ha quedado claro. Cristina decidió irse precisamente porque le reclamé sobre lo que me dijiste. Ella lo niega todo diciendo que eres un borracho que no sabe lo que dice.

-Yo los vi patrón. Le juro que los vi.

Esteban tomó asiento nuevamente tras el escritorio del despacho. Pensativo, poniendo sus planes en orden.

-Escúchame bien.- comenzó a decir.- Y no quiero que me falles en esto Rubio.

-Nunca le he fallado, patrón.

-La próxima vez que mires al infeliz de Dionisio, rondando por estas tierras, lo matas.

-Pero patrón...

-¡Lo matas dije!

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-Todo esto es nuevo para mí, ¿sabes?

Dionisio y Cristina desayunaban, sentados en la cama, ya cerca de medio día. Ambos duchados, ella vistiendo una camisa de él sobre su ropa íntima, y Dionisio en boxers y camisa desabrochada, dejando el abdomen y pecho al descubierto. Conversaban, bromeaban, Cristina siempre siendo cuidadosa, evitando preguntarle por lo que él le había dicho la noche anterior. Que la amaba.

-¿Y qué te parece?- preguntó Cristina mientras tomaba un trozo de fruta en su boca.

-Me encantó despertar, contigo a mi lado.- respondió él, inclinándose hacia ella y besándola tiernamente.

-A mí me encantó más.- dijo ella, sonriendo mientras llevaba su mano a la mejilla de él, acariciándolo.- Gracias por lo de anoche, todo fue perfecto.

-Tú eres perfecta.

-No. Tú lo eres.

Dionisio sonrió y no contuvo las ganas de tomarla y estrecharla entre sus brazos, besándola apasionadamente. Quería repetirle que la amaba pero no encontraba el valor para hacerlo con palabras. ¿Para qué? ¿Para qué confesarle que se había enamorado perdidamente de ella? Ambos perderían y él no estaba dispuesto a ceder.

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-No puedo creer que mi mamá se haya regresado a la hacienda sin decírmelo.

-Seguramente va a arreglar las cosas con Esteban, hija. Además anoche que decidió irse tú no estabas en casa.

-No sé, abuela. No creo que vayan a solucionar nada. Últimamente alegan mucho. Reconozco que cuando mi mamá y Esteban se casaron por primera vez, yo veía a mi mamá feliz pero ahora todo es diferente.

Acacia pensó en su madre, en Dionisio, en lo feliz que se veía cuando lo tenía cerca. Era hora de hablarle claro a su madre.

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Comenzaba a atardecer cuando Dionisio y Cristina se encontraban camino al pueblo en la camioneta de él. Cristina lo observaba de reojo, concentrado en la carretera, tan guapo como siempre. Lo amaba. Pero no estaba segura que él estuviera preparado para saberlo. En un impulso llevó su mano al muslo de Dionisio, posándola sobre él con intención de provocarlo. Trazando leves caricias con sus dedos.

-¿No eres tú quien se la pasa pidiéndome que me comporte?- pregunto él sonriendo, sin hacer intento de retirar la mano de Cristina.

-Ahora estamos solos. No me atrevería a pedirte eso.

Cristina deshizo el cinturón y el botón del pantalón de Dionisio para después abrir la bragueta. Tomándolo en su mano, haciéndolo tensarse tras su roce.

-Cristina...- murmuró, intentando concentrarse en la carretera mientras la sentía acariciarlo.

-Sigue conduciendo.- le instruyó ella, acercándose para besarle el cuello mientras movía su mano rítmicamente de arriba abajo por toda su longitud.

-Cristina...- dijo jadeante, advirtiéndole que no siguiera, encontrándose sumamente excitado.

Dionisio se desvió de la carretera, estacionándose entre los árboles y arbustos a la orilla del camino. Se deshizo del cinturón de seguridad y recorrió el asiento hacia atrás, dejando más espacio entre él y el volante. Cristina no dejaba de besarlo, ni acariciarlo. Él buscó su boca, tomándola posesivamente en un beso profundo, tosco, salvaje, mientras la guiaba con su mano sobre la de ella, mostrándole como le gustaba que lo tocara.

-Te gusta provocarme.- la acusó él, entre besos.

-Me gusta complacerte. Porque te quiero.

Cristina retiró sus labios de los de él, mirándolo a los ojos, sonriéndole sin dejar de mover su mano sobre su endurecido miembro. Ella se inclinó hacia abajo y echándose el cabello a un lado, lo tomó en su boca. Dionisio contuvo su respiración, abrumado por la sensación placentera que le provocaba el acto.

-Cristina...- exclamó una vez más, echando la cabeza hacia atrás y cerrando los ojos.- Así... así...

Ella lo degustaba, lamiéndolo, succionando con fervor, motivada por los gemidos roncos que él emitía de placer. Era demasiado grande para tomarlo todo en su boca, movía su mano rítmicamente de arriba abajo sobre él. Lo sintió tensarse, su miembro palpitante contra su lengua cada vez más grande. Dionisio enredó sus dedos entre el cabello de Cristina, respirando agitadamente, abriendo los ojos y posándolos sobre ella. Movía sus caderas levemente, siendo cuidadoso con ella, de pronto sintiendo todo su cuerpo tensarse para después explotar en mil pedazos tras su placentera liberación.

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-Dijiste que me echarías la mano, mi finca no anda muy bien que digamos.

-Norberto, Norberto, ese no es mi problema.

La Finca Palacios estaba al borde de la quiebra. Nada era más aterrorizante para Juliana y Norberto que quedarse en la nada. Vivir de las apariencias y mantener buen estatus social para ellos era prioridad. A Norberto no le importaba venderse al mejor postor si eso garantizaba sacar a su rancho de la ruina.

-¡Dijiste que lo harías!- le recordó él.- Cuando acepté meterte a la Asociación dijiste que lo harías.

-Bueno ya, cálmate.- respondió Danilo.- Necesito trabajadores de campo para sembrar el algodón. Me hice de unos terrenos no muy lejos de aquí.

-Deja que yo me encargue de eso.

-Procura encontrar trabajadores indocumentados, cobran menos y son más obedientes. Confío, en que no me vayas a tranzar, Norberto. Sabes que conmigo no se juega.

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-Gracias por traerme.

Cristina se despedía de Dionisio, a las afueras de la hacienda, era de noche y estaba oscuro, esta vez asegurándose que ni el Rubio ni ningún otro trabajador fuera testigo del beso que le daba a su "Lobo".

-Vete ya, antes que alguien te vea.- dijo ella con un dejo de melancolía.

-Nadie nos verá.- respondió él, envolviéndola entre sus brazos y apegándola a su cuerpo, disfrutando hasta el último instante de su compañía.

-Por favor, Dionisio...- comenzó a protestar ella.

-Si ya sé. No quieres problemas.

-Aunque no los quiera, ya los tengo. Pero me preocupas tú. No había querido decírtelo pero la otra noche el Rubio nos miró besándonos y no dudó dos veces antes de irle con el cuento a Esteban.

-¿Nos miró?- pregunto él, Cristina acertó con una inclinación de cabeza.- ¿Y cómo lo tomó?

-Cómo toma todo últimamente. Exaltándose, intentando encontrar culpables. Yo negué todo.

-¿Te hizo daño?- preguntó él ansioso.

-No, claro que no. Pero si te ve a ti no sé de lo que sea capaz.

-Me gusta que te preocupes por mi.- respondió él, esbozando una sonrisa.- Pero no es necesario, hermosa.- dijo Dionisio, acariciando el rostro de Cristina.- Sé muy bien cómo cuidarme.

-De eso no me queda ninguna duda.- exclamó ella, posando su mano sobre el pecho de él.- Te quiero.

Sus palabras eran sinceras, él así las sintió. Dionisio sonrió en respuesta, rozando levemente sus labios con los de ella.

-Tengo algo para ti.- dijo él de pronto, metiendo su mano en el bolsillo interior de su saco.

-¿Para mí?

-Claro que sí. Por tu cumpleaños.

Cristina lo observaba, expectante al verlo poner ante ella una pequeña caja de joyería.

-Un pequeño detalle, para que te acuerdes de mí siempre.- dijo mientras abría la cajita, exponiendo la hermosa pulsera de oro que se encontraba dentro, sin duda muy valiosa.

-¡Dionisio esta preciosa!- exclamó ella encantada.- Pero no debiste molestarte, con lo que vivimos anoche juntos me basta y sobra para nunca olvidarte.- dijo Cristina sonriendo.

-Eres maravillosa, Cristina. Única.- respondió él, mirándola con verdadera adoración.- Ahora vete antes de que te rapte y no te deje ir jamás.

-¿Qué te detiene?- preguntó Cristina.

¿Qué lo detenía? Realmente nada. Cristina podría divorciarse. Ella ya no amaba a Esteban, eso ya lo había establecido. Sus temores eran más fuertes que el deseo de quererla a su lado siempre y eso era algo que ni él ni ella comprendían.

-Vete.- repitió él juguetonamente, girándola en dirección a la hacienda y dándole una palmada en el trasero para hacerla andar.

-¡Oye!- protestó ella, girando para verlo y sonriendo al encontrarlo riendo por lo que acababa de hacer.- Solo sepa, señor Ferrer, que cuando esté listo para raptarme y llevarme para siempre con usted, no me opondré.- ella le guiñó el ojo antes de emprender su camino hacia la entrada de la hacienda.

*Quiere estar conmigo siempre.*- se dijo a sí mismo, incrédulo de que una mujer como Cristina, tan dulce y tierna pudiese enamorarse de un hombre como él.

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Al fin llegaba el tan esperado evento, la colocación de la primera piedra que daría como iniciado el proyecto. El cielo estaba despejado, el clima caluroso como era de esperarse en esa región. Entre la multitud de invitados se encontraban políticos, gente del pueblo y los más conocidos proveedores del área. Después de la ceremonia, Ulises en compañía de Acacia, convivía con los presente, respondiendo preguntas y aclarando dudas que pudiesen tener. Dionisio por su parte se encontraba alejado de todos, observándolos andar. Nunca le habían agradado los lugares con mucha gente. Buscaba el momento adecuado para escaparse de dicho evento y cuando creía que lo lograba se interpuso en su camino quien menos imaginó.

-Te saliste con la tuya.- dijo Esteban, plantándose frente a Dionisio.

-Te advertí que cuando me propongo algo, lo logro. Pero tú fuiste tan ingenuo como para perder el tiempo intentando impedir algo que ya era un hecho.

-¿Te sientes tan seguro de ti mismo? ¿Crees que todo lo puedes?

-Apártate de mi camino, no tengo por qué escucharte.- dijo Dionisio amenazante.

-Quien se metió en el mío fuiste tú, infeliz.- dijo Esteban entre dientes.- Has convertido a mi mujer en una...

-Cuidado con lo que dices de Cristina, imbécil.- lo interrumpió Dionisio, tomándolo de las solapas de la camisa, enfurecido, agradeciendo los invitados se encontraran retirados de en donde ellos sostenían su discusión.- Ella merece a alguien mucho mejor que tú y nadie, escúchame bien, nadie, tiene la culpa de eso más que tú mismo.- dijo él, soltándolo bruscamente.

-¿Pasa algo?

La voz de Cristina lo tranquilizó. De no haber sido porque estaban rodeados de gente, en ese instante estaría dándole su merecido a Esteban. Ese tipo le colmaba la paciencia, siempre inoportuno. ¿Qué hacía ahí si era evidente que seguía oponiéndose al proyecto?

-Nada, mi cielo. Solo platicaba con Dionisio.

-Dijiste que venias a buscar a Danilo, ¿lo encontraste?

-Aun no.- respondió Esteban.- Lo seguiré buscando.- retirándose no sin antes fulminar a Dionisio con la mirada.

Cristina lo notó. Como también notó la tensión en Dionisio, tenía sus manos hechas puños a sus costados.

-¿Qué te dijo?- preguntó Cristina.

-Nada que valga la pena mencionar.- respondió él, relajándose.- Me alegra que hayas venido. Estaba por irme a falta de buena compañía.- dijo sonriendo.

-¿Yo soy buena compañía?

-Muy buena.

Cristina rio mientras Dionisio tomaba su mano y la llevaba a sus labios, besándola caballerosamente sin retirar su mirada de la de ella.

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-Mira Ale, allá esta mi mamá y Dionisio.

-¿Quién es Dionisio?

-El señor que está platicando con mi mamá.- explicaba la joven a su amiga mientras caminaba hacia ellos.- Te lo voy a presentar, es muy buena onda.

-Sí parece.- respondió la muchacha.

-Hola ma.- saludó Acacia.

-Hola hija. ¿Dejaste a Ulises solito?

-Ni tanto mamá.- respondió Acacia sonriendo.- Hola Dionisio.

-Que tal, Acacia.

-Mira te presento a mi amiga Alejandra. Ella trabaja como secretaria en la asociación.

-Ah, mucho gusto jovencita.- dijo Dionisio, extendiendo su mano a la muchacha.- Dionisio Ferrer.

-Mucho gusto señor.- respondió la joven, sonriendo amablemente, tomando la mano de él a modo de saludo.

Su mirada. A Dionisio se le hacía conocida. Estrechó su mano más de lo debido, estudiando su rostro como intentando recordar de donde la conocía. Ella se sintió un poco incomoda y sonrió tímidamente.

-Perdón.- se disculpó él, soltándole la mano.- Intentaba recordar si te había visto en algún lado. Tu rostro se me hace conocido.

-Ale es nueva en el pueblo.- intervino Cristina.- Antes vivía en San Jacinto.

-Pues mucho gusto y ojalá no sea la única vez que coincidamos.

-Gracias señor y vera que no. Soy amiga de Acacia y seguramente nos estaremos viendo con frecuencia.

Ale había quedado maravillada con Dionisio. No parecía ser como los demás hombres, él le brindaba confianza. Esa confianza que le era difícil tener después de todo lo que había vivido. Acacia tenía razón. Parecía ser muy buena onda.

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-Te impresionó mucho Alejandra.

Comenzaba a atardecer cuando ambos habían logrado escaparse de la celebración. Caminaban por los terrenos en dirección al río. Los árboles y arbustos siendo perfectos cómplices y escondiéndolos de todos.

-Se me hace conocida pero no sé de donde.- respondió él, sus manos metidas en los bolsillos de sus pantalones.

-Tal vez te recuerda a alguien.- sugirió ella, realmente intrigada, caminando a su lado, sus brazos cruzados sobre su pecho.

-Puede ser. Parece ser buena muchacha.

-Lo es.- aseguró ella, enganchando su brazo con el de Dionisio.- Aunque no nos ha querido contar mucho sobre su pasado, ha sabido ganarse mi cariño y confianza.

-Lo que pasa...- dijo Dionisio, sacando su mano del bolsillo y tomando la de ella, entrelazando sus dedos con los de Cristina.- Es que tú eres demasiadamente buena.- continuó, llegando a un alto a la orilla del río.- Dispuesta a mirar a través de los defectos de los demás.

-Tú me has enseñado a ser así.

Cristina se paró de puntitas para besarlo, rodeando su cuello con sus brazos. Apartó sus labios levemente en una clara invitación a él. Dionisio introdujo su lengua en la boca de Cristina, besándola con fervor, sus manos, firmes, presionándola contra su cuerpo. Un beso como ninguno antes compartido. Un beso con amor.

-Jamás me saciaré de ti.

Él lo dijo y ella no podía estar más de acuerdo.

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Era muy noche. El clima comenzaba a cambiar, la temperatura bajaba al esconderse el sol. Dionisio se encontraba en su casa a las afueras del pueblo, bebiendo una copa de whiskey, estudiando posibles inversiones a la luz del fuego de la chimenea. Le extrañó un poco escuchar un golpe a la puerta, nadie lo buscaba y mucho menos a esa hora. Bueno, nadie excepto ella.

-Esto sí que es una gran sorpresa.- dijo él al abrir la puerta, esbozando una deslumbrante sonrisa.

-Dos meses.- respondió Cristina, igualmente sonriendo mientras entraba y se deshacía de su abrigo.- Ya deberías estar acostumbrado.

Cada que la veía le parecía más hermosa que nunca. Sus visitas nocturnas se habían hecho más frecuentes con el paso de los días. Él ya se había acostumbrado a recibirla encantado cada que ella lo buscaba. Incluso las noches que no lo hacía, se sentía vacío. Dionisio ya no iba a La Benavente. A petición de Cristina. Ella había tenido que casi suplicarle que no volviera por temor a que su marido o el capataz atentaran contra él. Se veían cuando podían. Ya fuera en el pueblo, en el río o como más preferían, en casa de él.

-¿Me extrañaste tan pronto?- preguntó Dionisio, tomando asiento en su sofá, jalando a Cristina con él, sentándola sobre su regazo.

-Últimamente me cuesta mucho estar sin ti.- confesó ella, recostándose sobre su hombro, acariciando la barba de él.

-Eso podemos remediarlo en este momento.

Dionisio recostó hábilmente a Cristina en el sofá, acomodándose levemente sobre ella. Era angosto, pero eso al igual que la tenue luz del fuego convertía del momento en algo sumamente íntimo y acogedor. Los besos no se hicieron esperar. Ella sentía unas ganas inexplicables por tenerlo. Correspondía a sus besos, sus manos se apropiaron de sus prendas ayudándolo a desvestirse. Instantes después, él hacía lo mismo con ella hasta quedar ambos completamente desnudos, cuerpo a cuerpo. Dionisio tomó un pezón de Cristina en su boca, succionándolo, mordisqueándolo, sintiéndola estremecer ante el contacto. Ella enredaba sus dedos en el cabello de él, disfrutando de las sensaciones que le hacía sentir el tacto de Dionisio. La palpó para asegurarse de que estuviera lista para él y acomodándose en su entrada, se introdujo en ella de una fiera embestida. Ella gritó, abrumada por la sensación de plenitud que se apoderó de ella. Jadeando incontrolablemente mientras él se movía en su interior. Su cuerpo se tensó, instantes después relajándose por completo. Cristina abrió sus ojos mirándolo a él aun sobre ella, recobrando el ritmo de sus caderas después de haberle dado tiempo para recuperarse. Estaba más sensible que nunca, a él le fascinaba, le enloquecía su forma de entregarse. Apasionada y tierna a la vez. Arremetió contra ella, embestidas profundas y rápidas, sus gemidos era un deleite para él y la manera que se aferraba a sus brazos le provocaba mayor placer. Ambos gimieron anunciando su liberación, refugiándose extasiados uno en brazos del otro.

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-Un helado de fresa por favor.

Cristina lo había convencido en ir al pueblo. Normalmente no se exponían de esa manera ni arriesgaban ser vistos juntos en el pueblo. Él lo hacía por ella. No quería el nombre de Cristina en boca de nadie. Bastante tenía con el imbécil de su marido. Pero ella se había empeñado en querer un helado y él no se sentía capaz de negarle nada a esa mujer. Estaban de suerte que fuera fin de semana y uno que otro negocio en El Soto mantenía sus puertas abiertas hasta altas horas de la noche.

-Aquí tiene, su majestad.- dijo Dionisio juguetonamente, tomando asiento a su lado en una banca afuera del local.

-Gracias.- contestó ella sonriendo antes de comenzar a degustar el helado ante la mirada de asombro de él.

Era casi media noche, estaba un poco fresco y ahí tenia a Cristina saboreando un helado de fresa como si eso fuese lo más normal del mundo estar haciendo a esas horas. Sonrió incrédulo por las cosas que él mismo se sorprendía haciendo por esa mujer. Pero todo valía la pena al verla sonreír.

-Así que es por esta que me cambiaste.

La voz de Isadora lo sacó de sus pensamientos, Cristina también dejando de disfrutar de su helado.

-¿Perdón?- dijo Cristina.

-Isadora, retírate.- le advirtió Dionisio en tono amenazante.- No tienes nada que hacer aquí.

-No papacito, fíjate que no. Tú a mí, no me dices lo que tengo que hacer.

-No me colmes la paciencia Isadora.

-Ya oíste a Dionisio. Por qué no te largas y nos dejas en paz.- puesta en pie y enfrentando a Isadora.

-Tú no te metas, mamacita. A ti nadie te está hablando. Ramera oportunista.

Isadora no lo vio venir, una fuerte cachetada directo al rostro. La tomó por sorpresa, no más que a Dionisio quien se encontraba entre ambas mujeres, evitando que el altercado escalara a algo más grande.

-Isadora, vete.- repitió él.

-Esto no se va aquedar así, maldita trepadora. Y tú también te vas arrepentir por haberme cambiado por está.- dijo enfurecida antes de retirarse.

-¡Me debes un helado!- grito Cristina al verla alejarse y notar su helado estrellado contra el cemento, Dionisio sosteniéndola para que no fuera tras Isadora.

-Ya tranquilízate.- dijo él, sereno.- Yo te lo compro.

-¡No quiero nada!- respondió molesta, tomando a Dionisio por sorpresa.- Todo es tú culpa. Mi helado se cayó por tú culpa.

Se miraba muy afectada. Más por la tragedia de haber tirado su helado que por el enfrentamiento con Isadora. Él la miraba confuso, sin saber que decir ni hacer.

-¿Hubo algo entre ustedes?- preguntó de pronto Cristina, sentada nuevamente en la banca.

-Cristina, sabes perfectamente como vivo y he vivido mi vida.- respondió él.- Entre Isadora y yo hubo algo, pero eso quedó en el pasado.- aseguró él, tomándola por la barbilla y obligándola a verlo a los ojos.- Y si te hace sentir mejor, quiero decirte que no ha habido otras mujeres en mi vida más que tú desde que...- pausó, buscando la palabra correcta sin sonar poco galante.- Consumamos, nuestra relación en el río. ¿Lo recuerdas?- preguntó, sonriendo pícaramente, ella, más tranquila, se sonrojó.

-Claro que lo recuerdo.- respondió sonriendo.- Y perdón por alterarme, no sé qué me pasa últimamente.

-¿Te sientes mal?- pregunto él un poco preocupado.

-No. Sí.- dijo indecisa.- O bueno, no sé. Estaré bien, no te preocupes.- sonriéndole para tranquilizarlo e inclinándose hacia él, posando sus labios sobre los de él, en un tierno beso.

Dionisio suspiró tras sentir el roce de sus labios, suaves y dulces, sobre los de él. La amaba y cada día que pasaba se le hacía más difícil verla partir. Pero era lo mejor.

-Vamos por ese helado que tan a gusto saboreabas hace unos momentos.- dijo él de pronto, poniéndose de pie y tomándola de la mano.- Después te llevaré a casa.

-¿A la hacienda?

-No. A casa.

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-El contrato de arrendamiento que me firmó, está por cumplirse señor Ferrer. ¿Quiere extenderlo?

Dionisio quedó pensativo. Aunque sabía que ese momento llegaría, en esos instantes no estaba seguro de como sobrellevar la situación. De que se iría, era un hecho pero no podía dejar de pensar en su Cristina.

-Por favor, deme unos días. Yo le haré saber lo que decida. ¿Está bien?

-Por supuesto que sí, señor Ferrer. Le dejo mi tarjeta nuevamente y llámeme cuando esté listo para negociar.

-Así lo haré.- aseguró Dionisio, encaminando al hombre a la puerta y despidiéndolo.

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Cristina recorría sus terrenos, montada a caballo como acostumbraba. Sumida en sus pensamientos que siempre giraban en torno a él. Dionisio. No le había vuelto a decir que la amaba desde aquella última y única vez pero ella estaba segura que lo hacía. Lo sentía cada que lo tenía cerca. Llegó al río y ahí lo encontró.

-¿Por qué no me avisaste que vendrías?- preguntó ella desmontando con ayuda de él.- Hubiera hecho lo posible por escaparme más temprano.

Él sonrió y la beso. Manteniéndola cerca, sus brazos rodeándola por su cintura.

-No pensaba venir hasta aquí, fue un impulso nada más.

-¿Pasa algo? Te noto un poco serio.- dijo ella, acariciándole la barba, confortándolo.

-Cristina, me tengo que ir.

Sabía a lo que se refería, pensaba estar preparada para ese momento pero algo dentro de ella se negaba a aceptarlo. Dionisio no podía irse. Lo amaba con todo su ser y no estaba segura que podría vivir sin él.

-¿Por qué?- preguntó ella en un susurro, su mirada triste, dolida.

-Mi intención nunca fue lastimarte, no debí dejarte acercar tanto a mí.- intentaba excusarse él.- Ambos sabíamos que este momento llegaría pero con lo que no conté es que terminaría siendo tan difícil dejarte ir.

-Te estas comportando como un patán.- lo acusó ella.- Dijiste que me amabas.- al fin le recordó ella.- Lo dijiste una sola vez y no has vuelto a tener el valor suficiente para repetirlo.

-Cristina tienes que entender que yo no soy lo que tú mereces. Tú no estabas en mis planes. Yo vine a este pueblo por cuestiones de trabajo.

-Y a acostarte con cuanta mujer cayera rendida a tus pies.- agregó ella.

-Eso no es verdad.- se defendió él, ofendido.

-¡Sí lo es! ¡Y yo fui tan estúpida como para creer que tú llegarías a amarme, que cambiarías por mí!

-He cambiado Cristina. Y lo he hecho precisamente por ti. Pero este cambio me asusta. Yo estaba tan acostumbrado a vivir sin preocupaciones de nada ni nadie más que de mí mismo.

-Entonces sigue viviendo así. Sigue solo, acabándote la vida entre lujos y mujeres si eso es lo que crees te hace feliz.

-Tú me haces feliz.- dijo él.

-Convéncete a ti mismo de eso antes de venir a decírmelo a mí. Para falsas promesas tengo a Esteban.

-No me compares con ese imbécil.- espetó él, molesto.

-En este momento, te has portado peor que él.- respondió ella.- Porque sabes que te amo. Aunque no te lo había dicho, sé que desde hace tiempo tú lo sabes. Así como yo sé que tú me amas a mí, sin embargo te niegas a aceptarlo y prefieres huir de lo que sientes antes de siquiera imaginar una vida atado a mí.

No tenía palabras. Él no sabía qué responder. La observó alejarse en silencio sintiéndose como el peor de los hombres al recordar los ojos de Cristina llenos de lágrimas que amenazaban con caer. Por primera vez en su vida se sintió derrotado.

*Perdí.*

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Regresaba a pie a la hacienda. Secando las lágrimas que caían por sus mejillas. Más que triste, estaba molesta, enfurecida con él. Le había dado todo, se había entregado en cuerpo y alma a Dionisio, guardando la ilusión de que él llegara a quererla lo suficiente como para no querer dejarla ir jamás. Se quitó la pulsera que le había regalado en su cumpleaños meses atrás y la tiro al piso sobre la hierba. Escuchó voces. Se acercó cautelosa hacia el área de donde provenían. Era Esteban y el Rubio.

-Por más que intento no he podido sacarme a Acacia de la cabeza, Rubio.- confesaba él.- La deseo más que a nada y cada que la veo cerca de ese infeliz de Ulises me muero de celos.

-Tendrá que acostumbrarse, Patrón. La señorita Acacia, seguramente pronto se convertirá en la señora del joven.

-¡Eso no lo voy a permitir!- exclamó molesto.- ¡Acacia será mía antes de que cualquier otro la toque!

-¡Esteban!- gritó ella, enfrentando a ambos hombres, incrédula por lo que acaba de escuchar.

No lo podía creer. No quería creerlo. Estaba perpleja. Su marido deseaba a su hija. La sola idea era inconcebible. Atroz. Ahora entendía todo.

La Mujer Que Yo RobéDonde viven las historias. Descúbrelo ahora