- JUAN BAIGORRIA -

19 1 1
                                    

Montiel y Sofía caminaban cerca del arroyo, alejados del pueblo. Él hacia rebotar varias veces una pie- dra en el agua, y ella lo festejaba con una sonrisa cómplice. Se tomaron de la mano y corrieron hasta un pastizal. Detrás venía Candor ladrando a una huidiza comadreja. Hacía calor y el volar de los moscardones acompañaba a la enamorada pareja. Montiel intentó besarla y ella disimuladamente lo esquivó.
-Es mejor que no nos vean. Dale, mandate a mudar -Sofía se incorporó y se acomodó la ropa.
-Esperá un poco, tu papá está ocupado, lejos -Montiel tomó a Sofía de las manos y la acercó. Tenemos poco tiempo para estar juntos. Sabés que dentro de un rato tengo que ir a llevarle algo de comer a Juan Baigorria. Me preocupa que su salud está empeo- rando día a día; no sé cuánto tiempo más le queda. Me pregunto ¿qué más podría hacer para ayudarlo? Tiene mal aspecto y me apena porque él es como un padre para mí.
-Vayámonos de aquí. Hoy no estoy de ánimo. Estoy nerviosa. Creo que papá sospecha algo de lo nuestro y está más vigilante. Todo el tiempo me presiona con sus preguntas. Por ahora no aprueba nuestro noviazgo. No quiero darle motivos para repro- ches. Ya no tengo paciencia para discutir con él. Últimamente está insoportable. Me persigue por todas partes. Quiere saber adónde voy, con quien estoy y que hago.
-Tranquilizate, siempre fue igual. Sos su única hija mujer. Dale, dame un beso. No estés tan alejada -insistió Montiel.
-¿Sos loco? Salí de acá. -Sofía echó a correr. Montiel fue tras ella.
Luego de tantos años sigo recordando esas épocas de manera muy clara. Tengo todo muy presente en mi memoria. Estaba muy enamorado de Sofía. Me parece que es el momento de que les cuente mi historia. Ya tienen edad su ciente para entender así que el que quiera escuchar que preste atención y el que no, que se duerma –Montiel le dijo a sus nietos.
-Abuelo, ¿hay fantasmas en su historia? ¿Dragones? ¿Ogros? A mí todo eso me asusta y después no puedo dormir. Me parece como que los malos se esconden debajo de la cama, o que están colgados del perchero, o que van a salir de repente de adentro del ropero y que van a aparecer lastimados o gritando y me van a hacer daño.
-No, hijo. No tenés nada que temer. Estás grande, ya eres todo un hombre. Yo a tu edad ya estaba persiguiendo a Sofía y muy enamorado. Después vendría el resto. Acá está el abuelo para defenderte.
Ramona sirvió leche con chocolate a los niños. Cada uno te- nía una taza de porcelana decorada con motivos geométricos en azul, apoyadas sobre un mantel bordado puntillosamente con hilo de seda, por la abuela. Estaban ansiosos por probar el manjar con que ella los deleitaba cada vez que se reunían con el abuelo Montiel. Los relatos del abuelo los dejaba fascinados y pasaban horas escuchando sus hazañas. Él se sentaba en su cómodo sillón y dejaba que cada uno se acomodara donde quisiera. Si volcaban chocolate los retos venían a través de la abuela. Ella estaba atenta a los movimientos y los sonidos. Vigilante desde la cocina. Cuando la historia se ponía más tensa, la menor de los cuatro nietos, se aferraba a su hermano mayor que era el más preguntón. Los otros dos, los del medio, eran mellizos. De las historias del abuelo disfrutaban más las partes de las luchas donde el anciano, con lujo de detalles, mantenía la atención en su punto más alto.
Ramona también preparaba exquisitas masitas. Los nietos se peleaban por llevarse las que tenían forma alargada rellenas de dulce de leche.
Sofía corría por el sendero, ansiosa por llegar a su casa. No quería que su padre la viese con Montiel. En la calle principal, cerca de la plaza, había una pulpería, donde un grupo de peones tomaban aguardiente y a los gritos, apostaban en una riña de gallos. Entre ellos se mezcló Montiel para no ser visto. A lo lejos pudo ver al padre de Sofía.
-Sofía, ¿dónde te habías metido? Te estaba buscando por todos lados. Pasé por la parroquia y ninguna persona te vio. Le pregun- té a María, la vecina del Comisario y tampoco tenía noticias tuyas.
-¿Qué me puede pasar? Estaba en el corral dándole agua y gra- nos a los animales –agitada, Sofía encontró una excusa.
-Hija, ¿no me estarás mintiendo? Me preocupé por vos y tuve que dejar el batallón para venir a buscarte. Tengo que saber dón- de estás.
-Está todo bien. Ya soy grande y me puedo cuidar sola.
-Eso ya lo sé y también sé que te está merodeando Montiel. Ese sí que es or de vago. No lo quiero ni ver por acá. Mirá que si se pone pesado como un moscardón lo mando para las milicias. Ese muchacho no te conviene, no tiene o cio ni educación. Dale, cebate unos mates que tengo que volver al rancho del bata- llón donde me espera el Capitán. Hay mucho trabajo por hacer.
La peonada seguía a los gritos, algunos apostando por el gallo de Monzón y otros por los del pelado Rocha. El insulto segui- do por el apodo era la forma en que se comunicaban. Estaban agrupados en bandos. Unos a otros se amenazaban, se despreciaban. Cada vez que un gallo parecía vencer, el más bravucón de la peonada revoleaba su poncho y amenazaba con sacar el cuchillo. Luego una risotada general calmaba a los apostadores.
Montiel, por expreso pedido de su madre, cuidaba a Juan Baigorria que sufría de lo peor: la viruela. Antes de ir a la casa de Juan Baigorria pasó por la suya, buscó unas piedras y cintas de cuero de potro con las que estaba haciendo sus boleadoras. Había aprendido a armarlas de su hermano mayor, que ya era baqueano y muy hábil con el lazo. Se subió a su ágil caballo y se dirigió al rancho del enfermo. Candor lo seguía de cerca, molestando al caballo, ladrándole.
A Montiel le costaba acostumbrarse al aspecto desagradable del enfermo. Los granos de la viruela se habían extendido ya por toda la cara. La madre de Montiel apreciaba a Juan Baigorria. La había ayudado cuando sus hijos eran pequeños. Su marido había muerto en combate y había sido su compañero de armas. Los dos habían peleado en el Combate de San Lorenzo junto al Capitán San Martín.
-Hola soldado, ¿cómo se siente hoy? -Montiel ingresó al rancho donde estaba el enfermo.
-Te dije mil veces que no soy un soldado, soy un Granadero -carraspeó Juan Baigorria. Y sacá a ese perro mugroso del rancho, que los míos se van a poner molestos.
-Sí, ya lo sé. Se lo digo en broma -dijo Montiel.
-Siento que el nal se está acercando. Lo oigo, lo huelo. Los espíritus del otro lado están cerca, muy cerca. Pareciera que el mismo diablo me está buscando para llevarme, me quiere convencer. Pero no se lo voy a hacer fácil a esa hijo de una gran perra. No me queda mucho tiempo; la cabeza me da vueltas y vueltas. Veo muy cerca los espíritus de mis ancestros, muy cerca. Alejate un poco Montiel. No te pongas a mi lado.
-Le traje algo de comer, Granadero. Un poco de tortilla de ñandú y queso. Lo preparó mi madre especialmente para usted. -Que atenta doña Francisca. Una buena madre y esposa para tu padre (que Dios lo tenga en la gloria). No tengo hambre, ya no puedo tragar –Juan Baigorria levantó la mirada, se tocó la cara y con los dedos comenzó a inspeccionar sus granos. Anoche estu- vo mi compadre, pudimos charlar largo y tendido.
-Usted sabe que eso no es posible, su compadre murió hace varios años -Montiel le acercó una porción de tortilla ¿Me escucha?
-¿Sabés qué Montiel? Ya no sos un niño, te conozco desde que apareciste en este mundo. Sos todo un hombre. A mí ya me queda poco tiempo. Tenemos que hablar. Hay algo muy importante que tenés que saber. Sos un buen muchacho y si querés casarte con Sofía vas a necesitar plata. Conozco a su padre, él no te quiere como yerno porque no tenés nada para ofrecerle a su hija. Hace un año él quería entregársela a una familia francesa. A un viudo de origen francés, cuarentón y con plata. Ella se opuso rotundamente. Sofía chilló más que una chancha recién clavada para no casarse con ese mercader. Lo que te voy a contar te va a servir para desposar a Sofía. Te voy a contar un secreto muy valioso que sólo yo sé. Lo tengo guardado en mi memoria desde hace añares esperando contárselo a una persona que pudiese realizarlo, ya que, por mi estado, no puedo. Y esa persona sos vos. No va a ser tarea sencilla. Pero bien vale la pena el intento. A mí ya no me queda tiempo. Quiero que lo hagas vos – Juan Baigorria tosió con dificultad. Puta-carajo, está viruela de mierda me está matando. Justo a mí me tenía que tocar. Con la cantidad de realistas miserables que hay, justo a mí...
-Juan, usted de a poco va a ir mejorando. Sé que la cura es lenta, me lo dijo Anselmo. Él de esto sabe un montón. Está ha- ciendo un preparado con raíces de algarrobo, polen de caldenes y semillas. Es especial para usted. Mañana se lo voy a traer.
-Ese indio no sabe una mierda de nada. Es un embustero mentiroso como todos los indios. De esto no se sale. Se sale yendo a visitar a Dios. Y ahí estoy yendo. No podemos seguir perdiendo el tiempo con estas carajudeses, préstame atención.
-Dele Don Baigorria, soy todo oídos –Montiel acomodó su poncho y se reclinó.

El legado del virreyWhere stories live. Discover now