Epílogo

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Uno se imagina paredes blancas, estériles, gente chillando y gritando por todos lados, antigüedad y degradación de un edificio asqueroso que demuestra la precariedad asociándolo inmediatamente con el estado del paciente. Bueno, pero yo no sabía muy bien por qué estaba en un lugar completamente diferente al que describí, pero que al decir la palabra todo el mundo asocia.

Manicomio.

Bien, ahora pasemos al hecho de que se notaba a kilómetros de distancia que yo no pertenecía al tipo de pacientes que los doctores, enfermeros y personal de dicho establecimiento estaba destinado a ver. Cuando mi madre me obligó, mediante coacción (una muy buena, debo admitir), a internarme en dicho lugar, jamás pensé que me ayudase. Me vi privado de los placeres al que todo hombre joven tiene acceso. Cumplía una rutina gratificante y visitaba constantemente a psicólogos, psiquiatras y médicos que solamente me tomaban muestra de sangre o recetaban un nuevo medicamento. Kevin, Lila y Felix vinieron los primeros tiempos, pero a medida que mi estancia se prolongaba, comenzaron a pasar con menor frecuencia. Solo Tony venía religiosamente a verme, de ocho de la noche a doce de la madrugada. Paseábamos por el gran jardín de recreación, hablábamos de banalidades y deportes, mirábamos los partidos de fútbol todos los jueves y a ella se la excluía de cualquier conversación. Mi madre, dichosa de ser útil de nuevo y ocupar su mente en otra cosa que no fuese la tragedia de mi hermana Jazmín, pasaba algunas horas de sol conmigo. Mi vida fue así por un par de meses, hasta que un doctor me recomendó un método de desahogo.

—Deberías, Milo —dijo el hombre, aquí todos me tuteaban—, buscar una forma de sacar todo lo que te queda dentro. ¿Has probado el hablar con un espejo? ¿Un desconocido, tal vez? ¿Escribir?

—Cuando Mora y Jazmín murieron, a mi hermano le recomendaron escribir sus penas. Yo lo imité, y con mi hermanita me funcionó. Pero no con Mora.

—Si te funcionó una vez, puede que lo haga de nuevo. ¿Me prometes intentarlo?

No contesté. Aunque me sentía anímicamente mejor, mis emociones eran cenizas, nada. Cada vez que preguntaba sobre mi estancia allí, nadie me decía nada. Antes, cuando mi cuerpo no funcionaba como quería y yo no sé hasta el día de hoy el por qué, me hicieron firmar un documento, donde dejaba muy en claro que estaba a la merced de los médicos y mi madre, sus deseos eran órdenes y aunque contase con la edad propia de un adulto para salir e irme de allí cuando me plazca, dicho papel me dejaba a la tutela de otros, cuya salud, supuestamente, estaban curando. Salud que yo no sabía estuviese dañada.

Luego de tomar la medicación diaria, saqué de uno de los cajones de mi habitación papel y lápiz. Aquí digo que mi habitación como todo el recinto, estaba lleno de carteles alentadores y colores vivos y divertidos que tranquilizaban a los pacientes. Por lo menos, así era en mi área. Supongo, y creo no equivocarme ya que estuve una o dos veces en la sala Lunática (así se llamaba el lugar donde los que sufren un "desliz" pasan la noche) y esta se encuentra cerca del área oeste, donde los verdaderos maniáticos se encuentran, era de un gris verdoso y lúgubre que provocaría el llanto instantáneo en un niño. Vuelvo, entonces, a mi momento de desahogo, a la carta. Di vueltas el lápiz y garabateé la hoja. Ni una letra salió de mí.

Tal vez debería haberle dicho la verdad al doctor. Contarle que a Mora me era imposible escribirle, por aquellos sentimientos encontrados que siempre tenía cuando de ella se trataba, no iba a suponer ningún peligro en mi condición, pero contarle que le escribía a la mujer que se llevaba todo y cada uno de mis pensamientos desde antes de estar aquí, eso (filtrado por mi madre antes) suponía sí un riesgo. Aunque sólo había sido una carta y esta le explicaba en mínimas palabras, el sentimiento profundo que me infundía el extrañarla. ¿Podía escribir todo el tormento que sufría por ella? ¿Podía admitir mis fallas, como sentía que era mi culpa su brusco cambio? ¿Podía siquiera plasmarlo en papel?

El espejo de acrílico que me mostraba el reflejo de un ser derrotado en todo sentido, barbudo y de cabello largo, con los ojos menos brillosos y más calmados, sedados, fue lo último que necesité para armarme del valor suficiente para poner fin a mi desasosiego. ¿Mi madre me había permitido permanecer así para que viera constantemente en lo que me había convertido?

Suspiré y emprendí mi escritura. Su nombre dolía en mis labios tanto como en mis manos, aún apaciguado por un lápiz, así que decidí obviarlo, de igual forma, era sabido a quién iba dirigido. No había nadie como ella. Ahora sabía que ese momento fue crucial, el principio del fin, y comenzaba así:

Tu:

No estoy loco, sé que no lo estoy...

Fin


Destrúyeme (Diez Estrellas #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora