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Justin Drew Bieber atravesó con su bicicleta la niebla que cada mañana cubría Puget Sound. La ruta bordeaba la brumosa playa. El joven lucía su chaqueta de Micro/Conexión —solo podían llevarla los socios fundadores que tenían más de veinte mil acciones— y una gorra de béisbol. El viento le dio de lado cuando giró, e infló la chaqueta —que llevaba abierta— como si fuera un globo. Ir en bicicleta era una buena terapia. Una vez conseguía un ritmo regular, podía pensar libremente. O no pensar, si eso era lo que deseaba. Y esa mañana deseaba con verdadera desesperación no pensar en la noche anterior, en que había esperado bajo la lluvia y finalmente le habían dado plantón, ni tampoco en el día agotador que tenía por delante. En verdad, no tenía muchas ganas de llegar a destino, pero pedaleaba con todas sus fuerzas como si estuviera en el Tour de France. Para Justin, el día de la Madre siempre había sido difícil. Durante años, por compasión y sentimientos de culpabilidad, había cumplido con todos los rituales que marcaba la tradición. Se imaginaba que, en tanto hijo de Jeremy Bieber, tenía que pagar una deuda. Y como era hijo único, estas visitas eran lo más parecido que tenía a una familia. En todo caso, así justificaba sus visitas.

Cuando giró en la última curva del camino de la costa, la niebla se disipó de repente y ante él se desplegó una vista espléndida. Seattle aparecía rodeada de verde, como la mágica Ciudad Esmeralda, y observó que Rainier, la montaña que se alzaba majestuosamente sobre la ciudad, era perfectamente visible.

Justin era uno de los cuatro auténticos nativos de Seattle —daba la impresión de que todos los demás habitantes de la ciudad habían venido desde algún lugar del Este—, y había contemplado esta vista un millón de veces, pero siempre le emocionaba. Pero ahora no podía quedarse a disfrutarla, y siguió pedaleando por Bainbridge Island hasta llegar a la casa de la playa.

Justin se apeó de la bicicleta, cogió un ramo de flores que llevaba en la cesta y se arregló el pelo con la mano. Miró el reloj, se encogió de miedo y se dirigió a la puerta. Había una placa con el nombre de la dueña: MRS. B. DELANO.

Llamó. Una rubia de mediana edad, corpulenta y vestida con un chándal abrió la puerta. Justin vio que estaba más gorda que el año pasado. Llevaba un delantal sobre el chándal, y a él le hizo gracia. ¡Era tan típico de Barbara!

—¡Ah, Justin, qué sorpresa! No te esperaba —mintió Barbara mientras lo abrazaba.

Barbara era la primera mujer de su padre, muy poco mayor que la madre de Justin, pero ya perteneciente a otra generación.

Justin se esforzaba por ser todo lo que se esperaba de él: un hombre sensible, un buen hijo, un jefe comprensivo, un empleado leal, un buen amigo, un… Bueno, la lista continuaba, y él comenzaba a sentirse fatigado. Y ser un buen hijastro, además, lo deprimía.

Había algo en la primera señora Bieber que lo entristecía. Era su infatigable optimismo. Parecía feliz en su casita de Winslow, pero Justin imaginaba que cuando él se marchara, ella comenzaría a languidecer. No por él —Justin sabía que nadie sufría por él—, sino por Jeremy, su padre, el hombre que ella había amado y perdido.

Justin no tenía por qué sentirse responsable, pero el hecho es que se sentía responsable, y sospechaba que siempre sería así, y se había preparado anticipadamente para este día.

—¿De modo que no me esperabas? —le dijo, mostrándose tan alegre como ella—. ¿Cómo has podido hacerme eso? ¡Feliz día de la Madre, Barbara! —Y le ofreció el ramo de flores con una reverencia.

—¡Dios mío, rosas y gladiolos, las flores que más me gustan! Es increíble que te acordaras.

Justin pensó que no era el momento de hablarle de su maravillosa agenda electrónica.

Chico malo busca chicaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora