Sid llevaba horas durmiendo cuando el sonido imprevisto de un trueno la sobresaltó. Daimon entró corriendo, y saltó sobre la cama. Era un bouledogue francés con manchas, grandes orejas de murciélago y complejo de mastín. Pesaba poco más de doce kilos, pero estaba convencido de ser un gigante peligroso. Con Sid y su madre era dulce y protector. Con el resto del mundo, agresivo y muy feroz, más de lo que su tamaño habría aconsejado a cualquier perro sensato. La chica recordaba, no sin inquietud, el día en que Daimon había intentado agredir a un dóberman diez veces mayor que él. Ella había tenido que intervenir para acabar con la pelea. Sólo le impedía provocar riñas violentas; por lo demás, le dejaba hacer todo lo que quería. Lo adoraba.
De pie en la cama, Daimon miró a su alrededor para comprobar si todo estaba bien.
-Sólo son truenos. Vuelve a dormirte -susurró Sid en voz muy baja. No soportaba las tormentas.
Un rayo, seguido de un trueno horrible, iluminó la habitación. Daimon saltó de la cama, y salió a inspeccionar el resto de la casa. Sid lamentó no haber cerrado las persianas. Nunca lo hacía. Le gustaba despertarse con la luz del día. Pero, aquella noche, la lluvia golpeaba los cristales como si quisiera romperlos. El viento ululaba, y los hacía vibrar. Parecía que todos los truenos y rayos del mundo se hubieran agolpado en Rainbow Hill. Por una vez, no se oía el ruido de los coches. Sólo ráfagas, silbidos, estruendos y crujidos.
Sid se estremeció. Sabía que, a los tres años, había vivido un momento horrible durante una tormenta. Se lo había contado su madre. O, al menos, le había contado lo que pudo reconstruir.
Ella, en cambio, no podía recordarlo. Lo había intentado miles de veces, pero nunca lo conseguía.
Lo que conocía muy bien eran las consecuencias del suceso. Desde entonces, su padre no estaba. Desapareció esa tarde que había decidido pasar con ella. El día del gran terremoto que arrasó la región de Rainbow Hill.
Un rayo cayó en la terraza, causando un estruendo terrible y una inquietante danza de chispas. El impacto hizo vibrar el suelo de la habitación. Sid se quedó paralizada. Miró por la ventana, con el corazón a mil y la respiración entrecortada. Quiso encender la lámpara de la mesilla, pero no podía moverse. Era increíble que, a su edad, la siguieran aterrorizando las tormentas. En cambio, en la pista de esgrima no tenía miedo.
Esperó a que Daimon volviera, pero no llegaba. Debía de estar muy ocupado inspeccionando la casa para defenderla. A Sid no le salía la voz, no podía llamarlo. Se ocultó bajo las mantas, alargó la mano hacia la lámpara y pulsó el interruptor.
La bombilla se encendió, y, de golpe, se apagó.
Sid se quedó helada.
<<Calma -pensó-. Sólo es una tormenta. Debe de haber sobrecarga de tensión. O puede que la bombilla se haya fundido.>>
Un rayo iluminó la silueta de las colinas que rodeaban Rainbow Hill. Y el trueno que lo siguió pareció explotar dentro de la habitación.
Con el siguiente flash de luz, Sid vio una sombra en el cristal de la ventana. Era la sombra de una figura humana. O casi. Horrenda y malvada.
Sid notó que el corazón le latía muy fuerte, y temió que le fuera a estallar. Con un gesto más instintivo que racional, saltó de la cama, y corrió a pulsar el interruptor de la luz central. No se encendió.
Con la espalda pegada a la pared, se deslizó por el pasillo, con la intención de ir a la cocina por una linterna. A medio camino, se detuvo, y consideró la posibilidad de ir a la habitación de su madre. Pero, como sabía que no la despertarían ni todos los truenos del mundo, siguió recto.
De pronto, Daimon empezó a ladrar como un loco. No era su <<GUAU>> habitual. Era un lamento profundo y desesperado, seguido de un largo aullido.
Sid nunca lo había oído aullar.
Pese a la completa oscuridad, logró distinguir sombras que corrían, e imaginó que se dirigían a la sala, donde el perro ladraba.
La invadió una profunda inquietud. Al pensar que algo o alguien le estaba haciendo daño a su perrito, todo el miedo acumulado se transformó en rabia, y la rabia en valentía.
Entró en la sala. No veía al bouledogue, pero, guiándose por sus ladridos rabiosos, llegó hasta el. A tientas, lo cogió en brazos, pero él se soltó, bajó al suelo y ladrón de nuevo.
-Tranquilo, Daimon -dijo Sid.
Siempre a tientas, alcanzó la mesa, y palpó aquí y allá hasta encontrar el encendedor de ónice. Lo prendió, y echó un vistazo a la sala, iluminada por la llama. Todo parecía estar en orden. Luego vio que el perro saltaba y ladraba junto a la caja de cristal donde su madre guardaba el pequeño fragmento de obsidiana. Su obsidiana.
Parecía que la estuviera señalando.
Daimon saltó sobre un taburete, y apoyó las patas en la caja.
-Baja de ahí -le ordenó Sid.
Demasiado tarde. Daimon tiró la caja al suelo, y él también cayó.
Mientras el cristal se hacía añicos, Sid dejó de presionar el encendedor, y volvió a reinar la oscuridad.
Daimon emitió un ladrido agudo, y la chica encendió de nuevo la llama. El bouledogue estaba en el suelo, entre los cristales rotos. Sid lo levantó con un brazo.
De pronto, una luz iluminó la sala.
-¡Nooo! -chilló Gail al ver la caja rota.
Estaba muy pálida, y dejó la gran linterna que sostenía sobre un mueble.
-No sé por qué lo ha hecho. La tormenta lo habrá puesto nervioso -lo disculpó Sid.
Gracias a la presencia de su madre y a la linterna, la chica estaba más tranquila, y fue apartando trozos de cristal de las patas del perro.
-Tranquilo -le susurró-, no te has cortado.
Gail se agachó, y empezó a buscar entre los cristales rotos.
-¿Dónde está la piedra de papá? -preguntó, jadeando-. ¿Dónde está nuestra obsidiana?
Sid notó que su madre tenía los ojos húmedos. Cuando se aseguró de que no había heridas en las patas de Daimon, se dispuso a ayudar a Gail en su búsqueda. El bouledogue indicó el fragmento de piedra con un débil ladrido.
-Aquí está -dijo Sid, y Cogió la piedra, que estaba encima del sofá.
Le dio un vuelco el corazón al advertir que estaba extrañamente caliente. No quemaba; irradiaba una especie de calor agradable, que iba de la palma de su mano al corazón.
Gail dijo algo, pero el estallido de un trueno ahogó sus palabras. En aquel estruendo, Sid percibió algo que no habría debido oír. No era lógico, no allí, ni en ese momento.
Sid oyó la risa alegre de su padre, lo único que le había quedado grabado de él. Lo único que recordaba directamente, no gracias a los relatos de otras personas.
No habría sabido decir cómo era su voz, ni cómo hablaba, o si empleaba expresiones peculiares. Pero jamás había olvidado su risa, cálida y jovial.
-¿Lo has oído? -le preguntó a su madre con un hilo de voz.
-Está noche, lo único que se oye son estos malditos truenos.
Sid no insistió, y le entregó el fragmento de obsidiana. Era un trozo de piedra negra del tamaño de la falange de un meñique.
-Está intacto -suspiró su madre, visiblemente aliviada. Y, acariciando la piedra, añadió-: Es una lástima que no recuerdes nada.
Sid esbozó una media sonrisa, y se sentó en el sofá, junto a Daimon. La enternecía que su madre aún pensara que su padre seguía vivo en alguna parte. Y que un día volvería. Ella, en cambio, ya no lo creía.
-Mañana recogeremos todo esto -dijo Gail, y la acarició, sin soltar la piedra-. Voy a comprobar los fusibles.
Durante el resto de la noche, Sid intentó recordar qué había ocurrido la última tarde que pasó con su padre.
Según le habían contado, el día del gran terremoto, él la llevó al bosque de Blustery Hill. Y, después del terremoto, los equipos de salvamento la encontraron sola bajo la lluvia, con un trozo de obsidiana en la mano.
Pero, por mucho que lo intentara, Sid no lograba recordar nada. Excepto la risa de su padre.********
Siguiente capítulo: el DodekatheonLamento haber tardado tanto en volver a escribir, pero por la espera pienso compensarlo con una sorpresa muy chula, espero que os guste, votad y por favor escribid comentarios :) .
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chicas del olimpo 1. lágrimas de cristal
FantasíaTIENEN PODERES. NO SON HADAS. NI BRUJAS. SON DIOSAS. Y VIVEN AQUÍ, EN NUESTRO MUNDO. Sid, Luce y Hoon son compañeras de instituto. Sid es campeona de esgrima, Luce sabe cómo conquistar a un chico, y Hoon es un genio. Tienen poco en común, salvo una...