11

14 2 0
                                    

— La droga estuvo consumiendo la parte más importante de su cerebro, señorita Walk. —Informó Becher, en un tono triste y compasivo. Mamá se calló por unos segundos.

— ¿Q-qué está tratando de decir, doctor? —Tartamudeó.

— Como la dosis en estos dos meses fue alta, es decir, de dos veces al día, fue consumiendo demasiado rápido su cabeza. Era un efecto secundario que no estaba previsto por los científicos que trabajan en ella. —Suspiró fuertemente.— Lo que quiero decir, es que a Lana no le queda mucho tiempo de vida, Leah.

Mis oídos no podía asimilar toda esa información, tampoco mi cabeza. Tal vez, porque está muerta.

Moriría. Y sí, sé que todos morimos, porque para eso vivimos, pero yo moriría pronto. Moriría sin haber vivido.

Abrí la puerta, haciendo notar que había oído todo. Las lágrimas caían sin mi consentimiento, y sólo podía negar con mi cabeza repetitivamente, antes de echarme a correr fuera de ese lugar, ignorando a los que estuvieron asesinándome todo este tiempo.

Las personas me miraban raro conforme corría por toda la ciudad, pero nada de eso me importaba ahora.

Ahora todo tenía sentido. Los nuevos antidepresivos, la comprensión de mamá, y lo más importante; la desaparición de Noah.

Noah. Él no era real. Todos tenían razón. Todos lo puto sabían. Todo estaba en mi cabeza, la cual mató a Noah, porque a ella también la mataron.

Fui tan tonta. Me dejé asesinar. Ahora si estoy completamente sola en este mundo, corriendo hacia mi hogar, para empacar y vivir mis últimos días, como debería.

No supe cuando entré a casa, ni cuando había hecho la mitad de mi maleta, ni cuando mamá había llegado.

— ¡Lana! ¡Hija! ¡Abre la puerta! —Estaba insistiendo desde hacía 15 minutos, sin parar. Le abrí, para oír lo que tenía que decir, por última vez.

— ¿Qué quieres? —Pregunté inexpresiva, volviendo a la maleta. Ella cubrió su boca con sus manos, ahogando un sollozo.

— Lana, cariño, lo lamento tanto. —Decía llorando.

— Por supuesto, Leah. Todos lo lamentan. —Bajé mi maleta al suelo, y caminé con ella a la salida.

— ¿A dónde vas a ir? —Preguntó yendo detrás mío, secando sus lágrimas.

— A vivir mis últimos momentos como corresponden; sin conteo, sin amigos, sin problemas mentales, sin un cerebro muerto, y sin madres y doctores asesinos.

— Hija, no puedes irte. No puedes dejarme. Estás por morir, no puedes irte. —Dijo con notable tristeza y arrepentimiento.

— No me llames hija, Leah. —Y así, me despedí de mi madre, para siempre.

No sabía cuánto tiempo me quedaba en este mundo. Tampoco, si volvería a verlo. Pero pedía hacerlo, tenía que aclarar esto.

Volví a ver esas paredes color crema, pero esta vez la pintura estaba más gastada.

Entré al consultorio sin pedir permiso, sin hablar con la secretaria, y sin golpear su puerta. Sin importarme si tuviera pacientes, o si estaba haciéndose la mejor paja de su vida.

— Vete. —Le ordené al chico que se encontraba enfrente de Becher, sin tan siquiera mirarlo. Él salió enseguida, como si de una amenaza de muerte le hubiese tirado.

— ¿Qué demo-

— Silencio, Scott. —Lo interrumpí.— Vine a tu estúpido consultorio por última vez, porque necesito que respondas mis dudas. —Suspiré y me relajé.— ¿Cuánto?

Revisó en algunos papeles, que supongo que tenía información sobre mí, y respondió.

— 10 semanas, dos meses y medio. —Quería llorar. No me había dado cuenta, hasta ahora, que había desperdiciado mi vida entera encerrada en una habitación con alguien que sólo era producto de mi mente.

Salí del consultorio, sin siquiera despedirme o decir palabra alguna. A partir de ahora, viviría mis últimos días como nunca lo hice.

trust meDonde viven las historias. Descúbrelo ahora