Vigésima primera parte.

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Ya habían pasado años desde el fatídico momento que su azabache favorito había desaparecido en esa esfera blanca. La depresión no tardó en abarcar gran parte de su vida, hasta Nagini, que solía tratar de joderlo cada vez que podía, le había apoyado mucho. Aunque había veces que oía golpes en la habitación de al lado, cuando entraba era la estúpida serpiente de su esposo dándose golpes contra la pared.

También había dejado todas las cosas de Harry en su lugar, limpiándolas cada día en la mañana y admiraba con anhelo, aunque no se lo permitía. Podía recordar como su ojiverde agarraba la esfera o como hojeaba su álbum de fotos, aunque no se quejaba, desde que Lily y James Potter lo invitaron a una comida y le presentaron a su hijo, una viva copia de Harry, se había empeñado en hacer feliz al pequeño, viéndolo crecer, apoyándolo, educándolo, amándolo... le había visto feliz, ¿qué más podía decir?

Suspiró dramáticamente y se paró del sillón, moviéndose con sigilo para no despertar a la reptil que se encontraba dormida a su lado, tal vez él debería hacer lo mismo e irse a dormir en su habitación, días como ésos solían ser los más difíciles, su azabache se había ido por esas fechas.

Subió hasta su habitación y se acostó en su cama gruñendo al ver la estúpida revista "Corazón de bruja" en su escritorio, el idiota de Regulus Black se la había mandando, burlándose de lo que decía en la portada y las páginas trece y catorce, era la vigésima cuarta vez que lo nombraban el hombre más sexy y enamorado del mundo mágico y la vigésima cuarta vez que le llegan más de cien cartas de brujas desesperadas. Pero no, como decía la revista, él ya le pertenece a alguien más.

Gracias a esa revista conoció a Jennifer McMillan, una chica fastidiosa que, para ser auror, no pudo defenderse bien. La joven había estado detrás de él desde la primera vez que había ganado el estúpido premio, ahora su cuerpo descansaba en el fondo del mar ártico.

El pelinegro suspiró nuevamente mientras sentía la cama bajo él, la misma que, años atrás, compartió con su esposo. No duró mucho mirando el techo, sus ojos se fueron cerrando para dar paso a la gran imaginación que, dolorosamente, había desarrollado.

Muchas veces solía sentir los pequeños y delgados brazos alrededor de su cintura mientras que una maraña de pelos azabaches se escondía entre su cuello, otras veces sentía un pequeño beso colocado en su mejilla, eso era la mayoría de las noches, tan acostumbrado estaba a esos suaves labios acariciando su mejilla, dándole buenas noches segundos antes de dormir aferrado a él. Ese día parecía que le tocaba imaginar los pequeños picoteos que su ojiverde le daba en la mejillas -a parte de burlarse de su fina piel- para llamar su atención los días que tenía mucho trabajo.

Simplemente lo ignoró, hundiéndose en su mente, recordando las diversas caras que Harry solía hacer mientras le picaba sus mejillas. Todo iba bien hasta que sintió un peso colocarse en su estómago, ese peso era demasiado real para ser inventado.

Un gruñido salió de su garganta y agarró una almohada para tapar su cara con ella.

Nagini, no molestes —gruñó.

Vaya, que gruñón te has vuelto.

La almohada salió volando para un lado y azul se conectó con verde, haciendo sonreír a los dos individuos con entusiasmo.

—¿Ha...Harry?

—Hola, señor ministro —contestó el nombrado riendo.

La risa se ahogó cuando un movimiento brusco lo dejó bajo el cuerpo de su esposo y su boca fue invadida por la contraria, dejándolo ver estrellas en un simple movimiento. Llenando su interior de esperanza, anhelo y cariño.

—Volviste —susurró el ojiazul dando cortos besos en los labios del azabache—... ¡Merlín! No sabes lo que te extrañé.

—Bueno, ahora estoy aquí —le susurró al mayor sonriendo—, y no pienso irme.

Un nuevo mañana.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora