1. Una amiga para recordar

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La pesadez en mis párpados era cada vez más difícil de ignorar. Mi adorada chica sostenía mi cabeza con delicadeza entre sus manos y lloraba en silencio. Yo, Maya, no quería irme, definitivamente no quería, pero mi historia había terminado y la única cosa que me quedaba por hacer era una: recordar mi historia con Katie.

     Cuando llegué al centro de entrenamiento para epilépticos Hachiko, tenía apenas mes y medio. Un hombre mayor me había encontrado a primera hora de la mañana en la estación del subterráneo, dentro de una caja, sola y abandonada. Mi vida antes de aquello siempre fue un borrón en mi memoria. 

     Después de algún tiempo en el centro, yo ya estaba entrenada y capacitada para cuidar de cualquier paciente, pero aún nadie me había escogido. La mayoría de los padres que iban solicitaban a un auxiliar con experiencia y, desgraciadamente, yo no lo era. Me pasaba día y noche soñando con mi futuro y con cómo sería mi nueva vida, pero lo único que lograba era ver a mis compañeros irse con diferentes familias a diario y a mí quedándome en el mismo lugar. Una completa desgracia.

     Todo este martirio acabó una plácida tarde de junio, cuando Katie y su familia llegaron a Hachiko. La niña tenía 12 años y era de facciones sencillas, corazón bondadoso y cabello cenizo. Al momento en que hice contacto visual con ella, sentí una calidez contundente atravesar todo mi cuerpo y lo supe: ella era la indicada. Katie sintió el exacto flechazo, y no pasaron más de dos horas para que los papeles debidos estuviesen firmados y ambas nos fuéramos camino a casa.

     Me adapté rápidamente a la vida de Katie ya que ésta consistía en poca cosa: acompañarla a clase y custodiarla en casa. Sus padres estaban encantados conmigo, pues era lo suficientemente apta para prevenir de lesiones graves a Katie en un ataque epiléptico y, además, notaban el cariño infinito que le tenía a la chiquilla. 

     Aunque, el momento de dicha que había envuelto a nuestra ahora familia no duraría para siempre. El primer ataque que le dio a Katie estando conmigo fue de camino a casa, un día saliendo de clases. Yo la estaba guiando cuando un jalón inesperado me detuvo en seco. Di la vuelta rápidamente para encarar a Katie y vi su cuerpo dar de sí y caer. Inmediatamente recordé todo mi entrenamiento y, antes de que el cuerpo de la pequeña tocara el suelo, me puse detrás de ella y amortigüé la caída. Justo después inmovilicé con delicadeza su cabeza para así contrarrestar las bruscas sacudidas de las convulsiones. Por último, busqué la respuesta corporal de mi niña acariciando sus muñecas y llamándola con toda la fuerza que pude desde el fondo de mi garganta. Katie regresó conmigo minutos después. Ya antes le había tendido su teléfono, por lo que no paso mucho tiempo antes de que ella llamara a sus padres y estos llegaran en su ayuda. Aquel terrible episodio sería uno de los primeros que pasaría con Katie.

     Pronto me adueñé un lugar en el pecho de la niña y ella se adueñó otro dentro del mío. Katie, quién había pasado tantos años aislada y sola, por fin había encontrado en mí no sólo a una compañera, sino también a una amiga. Muchas veces me decía que era demasiado inteligente y le gustaba contarme que en vidas pasadas habíamos sido siempre mejores amigas. Mientras tanto, yo la seguía a todas partes. Se sabe que un epiléptico está a todas horas acompañado por su cuidador, pero Katie lo llevaba a otro nivel: íbamos juntas al parque, al supermercado, al boliche y hasta dormíamos en la misma habitación. Desde el primer día en que me quedé allí, mi niña no pudo sacarme nunca jamás. Así fue como ambas vivimos por mucho tiempo. 

     Las semanas pasaron y se convirtieron en meses, y estos, se convirtieron en años. Katie y yo no fuimos separadas nunca dentro de mis 15 años. Yo terminé aprendiendo todas las manías de Katie, hasta tal punto que podía prevenirla de un ataque mucho antes de que ella lo supiera; y Katie, a su vez, aprendió a leer mis comportamientos de alerta. Ambas creamos el mejor y nunca antes visto equipo contra la epilepsia. Pero no todo dura para siempre, y el equipo tuvo que llegar a su fin. Katie lloró mucho aquella tarde soleada de junio, el día en que yo, Maya, por mi vejez la estaba dejando. Para ese entonces ella ya era una mujer de 27 años con departamento propio y una independencia que nunca creyó llegar a poseer.

     —No me dejes, Maya. Por favor, no me dejes —rogaba dolida. Pronto habría de conseguir otro compañero entrenado, yo lo sabía, pues su enfermedad era incurable, pero mi Katie no quería dejarme ir.

     Levanté mis ojos cansados hacía ella y acaricié por última vez su mano, con todo el cariño que me fue posible mostrar.

     —Te prometo que nunca te reemplazaré, preciosa —exclamó con las mejillas empapadas. La preciosa eres tú, me dije—. Ningún labrador chocolate podrá hacerlo, Maya, ninguno.

     Y, de la misma manera, yo, antes de dar mi último suspiró pensé:

     Y ninguna chica podría reemplazarte a ti ni a la maravillosa vida que me diste, Katie, mi adorada Katie. Hasta siempre.

El rincón de la bibliotecaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora