6. Ellas

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Ellas eran mi vida, mi motor, mi motivo. Ninguna sabía de la otra, mas todas sabían de mí. No podía dejarlas, todas eran hermosas y todas formaban parte de mi vida. ¿Quién lo iba a decir? La más inocente de todas descubrió el enigma.

     Todo relato tiene principio y éste lo tiene hace unos años; cuando conocí a R –no voy a contar desde antes porque han habido muchas–. Ella era perfecta, ojos verdes como jade y cuerpo estilizado; delgada como a mí me gustaban. Le hice la plática mientras hacía su servicio social y pronto la hice salir conmigo. Qué casualidad, ¡teníamos la misma edad! Mi mamá la amó, mi papá me felicitó y mi hermano me envidió. Ella era tranquila, no protestaba por nada. Se convencía de que yo era coqueto y nunca me cuestionaba nada. Amigas por ahí y amigas por allá, eso le decía siempre. Se quedaba en mi casa todo el tiempo y me llevaba al trabajo cuando podía. Tampoco le tenía que gastar mucho, era sencilla. En fin, perfecta. Su familia era el problema. A su padre nunca le agradé y a su madre le era indiferente. Supongo que olían mi tipo de andares, pero nunca lo hice notar. ¡Qué irónico! Como si aquel hombre supiera ser un verdadero jefe de familia.

     Los años pasaron y yo seguía con R. Nunca se dio cuenta de mis salidas ni de mis quemadas en los cuernavacazos, y mucho menos de las manchas sospechosas en la cama; lo manejaba todo muy bien. Incluso cuando veía corazones en los mensajes de mi teléfono, no chistaba. Siempre estaba calmada, tranquila y solo mía. Cuando algún idiota se le acercaba marcaba mi territorio y ella ni siquiera lo percibía. Ella era mi hogar, la que me esperaba siempre en casa, con la que no tenía que esforzarme tanto; al fin, ya la había hecho amarme.

     R estuvo conmigo a lo largo de muchas etapas: cuando cambié el coche, cuando agregué nuevos muebles al departamento y en miles de fiestas familiares. Incluso estuvo cuando cambié de trabajo, del que teníamos nuestro primer recuerdo. Mi mamá me metió con palancas y empecé a ganar más dinero. Todo pareció mejorar, mi posición, mi éxito y mi ego; lo único deprimente era mi nuevo horario de trabajo. Casi pasaba todo el día en la oficina y, por consecuente, tuve que hacer algo para distraerme un poco dentro de esas cuatro paredes. Entonces encontré a S.

     S era rubia, con ojos verdes como esmeralda y unas cuantas líneas de expresión en la cara. Su bolsillo estaba lleno y yo era el que más se beneficiaba. Ésta era una verdadera mujer y no tonterías. Sí, me llevaba algunos años y así lo demostraba en la cama. Suertudo yo. Las mañanas, tardes y noches a su lado eran incomparables, me hacía sentir como alguien más poderoso, todo un magnate. R sabía de ella, es más, ¡hasta se la presenté! Sabía que era mi amiga y que nos llevábamos bien, muy bien, y como era tan despistada nunca tuve que esconderme tanto a su alrededor. ¿Qué por qué compraste ese collar? Era un intercambio en la oficina. ¿Qué adónde vas? A cenar con mi "amiga". S era muy diplomática y sabía el papel que estaba jugando, nunca me preocupe porque abriera la boca. Todo estaba bien en mi mundo.

     Pasaron los meses y yo seguía con ambas, algunos mensajes por ahí, algunos mensajes por allá. En la oficina era una rutina y en la casa otra. Aunque problemas en las estadísticas tampoco había, la oficial era R, la que convivía con mi familia era R, la que era mi novia oficial era R.

     De pelos, todo iba de pelos. Hasta éste momento del relato todo iba andando. Entonces llegó E y cambió todo. Mi vida se fue al carajo de un día para otro. Llegó con su sonrisa, con sus ojos miel, y con ese cuerpo; justo como a mí me gustaban. Lo que más me hizo perseguirla fue el reto de tenerla. Era tan joven e inocente –por no decir inepta– que fue imposible resistirse.

     Había tenido una pelea con R y estaba esperando que me buscara ella primero para volver a la normalidad. Con S todo seguía igual, salíamos cuando se diese la oportunidad. Nada nuevo, nada excitante. Y un día común y godín conocí a E. Ya la había visto: bonita y distraída. No fue difícil acercarme, ni hacerla mi novia, ni convencerla de hacer muchas cosas más. Era especial, definitivamente, hasta llegué a sentirme mal por ultrajar una mente tan brillante, pero nunca me arrepentí de tenerla a mi lado. Junto a ella la gente me quitaba mil años del rostro y, además, era como volver a vivir. Tuve que decirle a R que nos diéramos un tiempo y a S que estaba más ocupado de lo normal, para así poder salir con mi niña. Su madre era el verdadero dilema, no nos dejaba hacer nada. Tuve que actuar como pendejo y endulzarle el oído cientos de veces; igual lo hice con la pequeña. Le repetía las frases que les encanta escuchar a todas y le prometía futuros que nunca alcanzaríamos. Fui construyendo una relación que comenzaba a verse demasiado grande, una responsabilidad demasiado apremiante. E comenzó a preguntar cosas que no debía y a meter las narices donde no le correspondía. No era nada tonta, porque se daba cuenta de que seguía en contacto con R y estaba al tanto de mis salidas con S, pero no decía nada por miedo a hacerme enojar. Me pregunto por qué las mujeres son tan ingenuas a veces.

     Mis días con ella fueron preciados pero contados, sabía que soñara lo que soñara con ella, algún día tendría que enfrentarme a mi actual novia y las cosas serían muy diferentes. Con S no había problema, ella sabía dónde pertenecía y sabía que sólo la podía ver cuando mi niña no estuviera cerca, pero R era la cuestión. Seguía diciéndole que la amaba, que, aunque estuviéramos distanciados por un tiempo, ella era todavía mía, y R aceptaba; nunca salió con alguien más mientras estuvimos separados. Más le valía. La situación caminaba con trabajos.

     Luego, llegó el momento en que no aguante más las exigencias de E. Qué por qué seguía hablando con mi "ex", qué por qué estaba siendo tan distante, qué por qué se sentía tan sola. A la mierda con eso. Ella no era nadie para pedirme explicaciones, ni a mi mamá se las daba. Fue su culpa que buscara de nuevo a R. Fue su culpa que la metiera en mi casa otra vez. Ella no me dio otra opción que engañarla.

     Yo era egoísta más no un cabrón, así que le pedí un tiempo a la inocente E y regresé con R. Octubre transcurrió en salidas y noches junto a ella. Había extrañado mi hogar, el único que podía compartir con ella, la de siempre. No hubo que darle excusas ni porqués, R me creía y eso era todo lo que importaba. Mis días pasaban rápido, tanto que ni me daba cuenta en cuál vivía, qué aniversario tenía que celebrar, ni qué "flaca" tocaba.

     Funcionó perfecto durante una temporada, ¡hasta podía verlas a las tres en una misma semana! Pero la pequeña E no dejaba de preguntar. Ahora era hasta más irritante. Lloraba cada vez que la veía y no dejaba que me viniera sin sentir que sus lágrimas se escurrían entre nuestros cuerpos. Le decía que se calmara, que pronto pasaría el "tiempo" y volveríamos a ser tan felices como antes. Y sí, seríamos felices, yo me casaría con R y todo saldría bien, como siempre lo planeé.

     Disfrutaba la distracción que me proporcionaba E, aunque me abrumaba lo mucho que realmente me amaba. Vendrían períodos de algunas responsabilidades con R, pero podría seguir mi mismo camino siempre que hiciera las cosas con mesura. Un matrimonio me iba a dar estabilidad, no me iba a encarcelar. Además, mi familia ya estaba acostumbrada a mis rutinas, ni ella ni nadie podría cambiarme jamás.

     El día había llegado; el salón apartado, el vestido rentado y las sortijas alquiladas. R estaba en las nubes, tranquila como siempre, pero con ese brillo en los ojos de ilusión por el futuro, un futuro conmigo. Mis papás estaban emocionados, hasta yo me sentía nervioso. Había invitado a S, quien ya me había enseñado el vestido que usaría; sería difícil mirarla en las bancas de la iglesia sabiendo que yo se lo había quitado la noche anterior. La única que estaba ilusa –y distantemente rara desde hacía unas semanas– en su casa era E. Ahí la quería, controlada e ignorante ante lo que estaba a punto de pasar.

     Aunque claro, nada era perfecto y, mientras me arreglaba la corbata del caro traje en la recepción del lugar, una llamada de E, es decir Edith, entró en mi teléfono.

     —No puedo creer que te vayas a casar con ella.

     Fue como si me hubieran dado una patada en los huevos, una encrucijada al corazón. Volteé a todos lados, tratando de que los invitados no sintieran mi paranoia y la vi a lo lejos. Sus ojos estaban a rebosar y temblaba incontrolablemente. Bajó del pabellón donde estaba (en medio de la avenida) y comenzó a caminar en mi dirección. La detuve antes de que entrara y mi mamá la viera, peor aún R. Quiso soltarse de mi agarre, pero luego se derrumbó en mis brazos; no dejaba de preguntarme cómo había podido y yo sólo la sostenía sin saber que decir. De pronto se despegó de mí y dijo:

     —Ella tampoco se merece que le veas la cara, alguien debe decirle en qué mentira vive.

     Trató de salir del cuarto en donde nos había metido anteriormente y se tropezó con una caja de herramientas en el suelo. Mientras tanto, yo vi pasar mi vida como una revelación frente a mis ojos: ella iba a destruir lo único perfecto y constante en mi vida, me iba a quitar a quien posiblemente envejeciera conmigo y me perdonara todo. No podía pasar. Esa vieja no sería más inteligente que yo. De las consecuencias me encargaría después.

     Entonces agarré un desarmador que rodó milagrosamente hacía mí y la tomé del brazo, obligándola a mirarme.

     —No serás tú quien le diga.

El rincón de la bibliotecaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora