15. El duelo, una batalla sublime

38 5 0
                                    

Un ruido, escucho un ruido. Tiene pinta de ser un alarido. 

     Inmediatamente abro los ojos. Me encuentro en un sitio irreconocible para mí, no hay nada que yo pueda llamar "conocido". Lo único que veo es verde. Verde, verde, verde. La brisa que me llega de repente me eriza todos y cada uno de los vellos en la piel, no sin antes quitarme unos cuantos mechones que me caen sobre la cara. Me doy cuenta que mi cabello está tan grasoso que parece no haber tocado un baño en días, y lo peor es que no puedo negarlo. Ni siquiera sé cómo llegué aquí. 

     Al levantarme, empiezo a tantear la tierra que me rodea, húmeda y pastosa, y por fin me pongo de pie. Me truenan las articulaciones, siento la garganta seca y los ojos hinchados. ¿Qué me pasó? ¿Cómo terminé así? 

     Al estabilizarme tanto como es posible, se me atasca un grito en la garganta. Aún levantada y de puntas, no puedo ver nada más allá de los muros de enredaderas que me rodean. Estoy paralizada. Volteo hacia ambos lados y encuentro dos caminos diferentes que me ofrecen destinos distintos. La penumbra en la que me encuentro —no tan oscura porque no parece ser de noche, ni tan clara por la niebla que baña todo— me permite apreciar que al final de los dos caminos, ambos tienen otro muro al frente, lo que los hace torcerse ya sea a la izquierda o hacia la derecha. Las ramas de estos muros están firmemente hundidas en el suelo. 

     Incapaz de decidir hacia qué lado dirigirme, me siento desfallecer de la pura impresión cuando me doy cuenta de que me encuentro dentro de un laberinto. No sé cómo llegué aquí, ni cómo podré salir del mismo, solo quiero agazaparme y abrazar mis rodillas hasta que todo desaparezca. 

     La angustia sube por mi garganta y me hace escupir un poco del jugo gástrico que he producido a pura base de nerviosismo. Después de limpiarme la comisura de la boca con el dorso de la mano, creo que empiezo a hiperventilar. Soy consciente de las lágrimas que van carrera abajo por mis mejillas. Lloro y lloro hasta que siento mis pulmones explotar. 

     No quiero ni siquiera debatir sobre qué camino tomar, y sé que, si paso más tiempo en aquella misma posición sin hacer nada, lo más probable es que no salga jamás. Pero no puedo, mi cuerpo y mi cabeza me lo impiden. Solo quiero cerrar los ojos de nuevo y esperar a que todo pase. 

     Y como si se tratara de una mala broma, después de sollozar lo que parecen horas sumergida entre mis piernas en posición fetal, levanto la cabeza nuevamente. Pero no por querer tomar aire y ponerle fin a mi lloriqueo, no, sino porque algo abrazador me envuelve el cuerpo e incrementa mi temperatura corporal. De pronto siento que el brazo me arde. Lo miro y veo una llama entre azul y violácea que me recorre de la manga de la sudadera al codo, y veo sus intenciones de subir aún más. Salto en mi sitio e inmediatamente con mi otra mano apago el fuego, aunque considero que saldrá una ampolla dentro de unos minutos. 

     Sin contenerme y acarreada por el simple sentido de supervivencia, reparo en mi alrededor y observo que ya no me encuentro atrapada entre muros de hierba ni tampoco entre una niebla impasable, sino que estoy rodeada de llamas al rojo vivo, y que posiblemente achicharren mi tierna piel si no hago algo al respecto. 

     Sin saber muy bien el por qué y en un ataque salvaje, me quito la sudadera —porque con tremendo calor no pienso— y luego de amarrármela por los hombros, la subo al nivel de mi nariz y me cubro con ella para que el humo no llegue a mis fosas nasales. Acto seguido, con una valentía no nata en mí y con una decisión implacable, empiezo a correr y a tratar de perder las llamas de vista. Sigo sin saber dónde estoy ni a dónde me dirijo, pero dejo a mi instinto llevarme de la mano hasta que su combustible consuma mis venas. 

     Al momento de agarrarle el ritmo a esquivar llamas y pisar donde menos fuego parecer haber, comienzo a correr con todas mis fuerzas, algo que no hice en el tétrico laberinto. Soy llevada por esa sensación de furia que ni yo me conocía y, tratando de evitar el ardor que mis brazos desnudos y mi piel a través de mis pantalones sufre, sigo avanzando. Hasta que me doy de lleno con lo que parece una pared o una superficie increíblemente dura y me voy para atrás. El golpe fue tan duro que pierdo el conocimiento nuevamente, sin medir consecuencias en si el fuego me tragará o no. Pero no parezco tener ningún tipo de control sobre la relatividad del tiempo, porque de nuevo y mediante otra fuerza desconocida, me obligo a abrir los ojos nuevamente. 

El rincón de la bibliotecaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora