No es fácil explicar ni decir todas las cosas que tengo que decirte, mucho menos cuando te conozco desde hace tanto, desde que te pensé. Me falta un poco de valor, incluso si nunca te he defraudado, o así lo creo yo.
Desde que supe que nos encontraríamos me emocioné, me emocioné tanto que tuve un miedo inmenso de no ser lo suficiente para ti una vez nos viéramos a los ojos, esos ojos en los que me pierdo y los que me recuerdan tanto a mí. La espera fue necesaria para que el recibimiento fuera perfecto; estuviste tanto tiempo lejos que no pensé poder sobrevivir a ese dolor que se instalaba en mi pecho cada vez que pensaba en tenerte entre mis brazos. La primera sonrisa que te vi hizo que mi corazón se parara y volviera a latir; encontré el sentido a mi vida en cuanto sostuviste mi mano. Mi vida fue una hasta que llegaste tú a romper todas mis barreras.
Cada momento contigo fue una bendición, una diversión que pensé ya no volver a vivir. Éramos inseparables, hacíamos todo juntos, no había pareja como la nuestra. Al dormir cerca de ti, me sentía completa, como si el rompecabezas de mi vida por fin estuviese completo y en orden. Estábamos perdidamente enamorados, como cualquier par en la primera etapa, y el mundo parecía pequeño a comparación de nuestros sueños y ambiciones. Me jurabas amor eterno, decías que esperabas nunca separarnos y me pedías que no me alejara de tu lado, que siempre estuviera ahí para ti, incluso si eso significaba seguirte a todas partes y cuidarte a cada momento, justo como hasta entonces lo había hecho. En cambio, tú prometías protegerme a diario de todo lo malo, no permitirme llorar nunca ni tampoco sentirme mal. A tu lado las cosas parecían demasiado sencillas, pero no por ello imposibles.
Pasaron algunos años para que nos tuviéramos la confianza suficiente, una que no se rompía fácilmente pues estaba forjada en acero y buenos sentimientos. Nunca me separé de ti, como me pediste, porque temía perderte, aunque también temía perderme a mí misma en el camino hacia el futuro. No quería que el tiempo corriera, que se escapara de mis manos, porque tú te alejarías de mí, tus gustos cambiarían, y yo solo querría morir de la impotencia al no poder hacer nada para evitarlo. Parecía que el mundo estaba en contra mía, que me orillaba a perderte, y no comprendí que tenía que dejarlo hacer su voluntad hasta tiempo después.
Si en algún momento fui tu persona favorita, alguien a quien admirar y amar, dejé de serlo completamente en cuanto las peleas y los malentendidos aparecieron entre nosotros. Yo creía que tenía la razón, sin embargo tú también lo hacías, y nunca llegábamos a ningún sitio. Tú querías espacio, querías explorar nuevos horizontes, lugares a los que nunca habías ido conmigo sin importar los años que habíamos estado juntos, pero lo peor, querías alejarte de mí, querías manejarte solo por un tiempo.
Yo no pude concederte ninguno de aquellos "caprichos", pues en esos momentos pensaba que eran simplemente eso, caprichos, por eso no te escuché. Quise imponerte mis ideas, mis sueños, mis miedos, y obviamente me rechazaste y odiaste por ello.
Esos fueron los peores meses de mi vida y odié cuando estos se convirtieron en años. Aunque antes habías sido feliz con lo que yo te daba, con nuestra relación, con nuestra manera de vivir, decidiste que ya no querías más de lo mismo. Decidiste huir, dejarme en vela esperando por ti cada noche y rezando porque no te ocurriera nada malo en aquel mundo maldito que se manifestaba por las calles.
Lo único que me hizo sobrevivir a tremendo juego de estira y afloja fue mi razón, una que creí perdida pero que resurgió de las cenizas en cuanto valoré las cosas con perspectiva. Te di tu espacio, permití que siguieras sueños que no eran del todo de mi agrado y, lo más impresionante, te dejé ir.
Dicen que las cosas que más amas tienes que dejarlas, dejarlas volar libres y encontrar su debido lugar, pues quizá algún día regresarían a ti más fuertes que nunca y jamás volverían a irse de tu lado. Pero contigo no pasó. La relación que antes teníamos jamás regresó, y no solamente me dejaste físicamente, sino también mentalmente. Ya no confiabas en mí, ya no me contabas tus pesares, ya no era tu primer hombro en el cual pensabas ir a llorar cuando te sentías ahogado y consumido por la vida. Pasé de ser tu mejor amiga, tu otra mitad, a ser una simple molestia.
Aquella tarde nos despedimos con muchos sentimientos encontrados, tenías tus maletas hechas y la mudanza te esperaba en la avenida. Las lágrimas de ambos eran contenidas con mucho dolor, teniendo tanto que decir pero no expresándolo por miedo a sentirnos vulnerables. Yo no quería agregar más drama al asunto, por lo que me mantuve callada, pero tú estabas en silencio porque aún estabas enojado conmigo. Querías irte, dejarme, lo sabía, pero tampoco querías dejar el único lugar al que hasta entonces habías llamado hogar, pues ese sería a mi lado por siempre, pasara lo que pasara.
Nos abrazamos, nos despedimos y me diste un beso en la frente, el más sincero que me habías dado hasta entonces. No me prometiste volver, pero tampoco me dijiste adiós para siempre, sencillamente atravesaste la puerta y volaste a tu nuevo destino.
Tuvo que pasar mucho tiempo para que me acostumbrara a vivir sin ti, a la nueva realidad. Mi vida, desde que te conocí, se había convertido en una parte de ti, en una parte de tus ojos, de tus cabellos, de tu cuerpo y de tus sueños. Ya no era mía, y creo que nunca lo fue. Tuve que aprender a volver a ser yo, alguien que se manejaba por aparte y que no necesitaba complacer a nadie, ni medir sus palabras, ni velar por nada. Fue duro, no mentiré, pero no fue imposible. En cuanto me di cuenta de que la vida era así, que el mundo se manejaba por casualidades y por microcosmos, me fue más fácil aceptar la realidad: ni tú ni yo éramos ni seríamos los mismos nunca.
Pero tampoco perdí las esperanzas.
De alguna manera el tiempo y el espacio nos dieron oportunidad de reflexionar y de anhelar, como aquel zorro y su príncipe enamorado de una rosa. Mientras más meses pasábamos separados, más nos extrañábamos. Yo aprendí a vivir sin ti y tú aprendiste a perdonar y a dejar el rencor de los años pasados atrás. Cada que llamabas me sentía completa por oírte tan feliz, alegre y soñador. El mundo te tenía las puertas abiertas y no dudaste en correr hacía ellas y arriesgarte por perseguir lo que amabas y deseabas con ansia. Y lo mejor es que, aunque no me llevaste contigo de la mano, me llevaste en el corazón y me dedicaste cada uno de tus logros. Te comiste los retos, te olvidaste de todos los miedos que habías tenido conmigo, y te convertiste en una persona completamente nueva.
Antes yo le tenía miedo al cambio, a que no volvieras a ser el mismo que corría a mis brazos cada que no podía con sus problemas, a que yo también evolucionara y me volviera una desconocida para ti, pero no pude sentirme más feliz al darme cuenta de que estaba perdidamente equivocada. El cambio no era malo, solo nuevo, desconocido. Nunca debí de haberme sobrepuesto tanto en tu vida, y lo comprendí un poco tarde, pero tú nunca dejaste de creer en mí tampoco. Eso me lo dijiste cuando me viste después de aquel viaje, uno que hiciste al extranjero y del cual te lamentabas por no haberme llevado contigo. Me pediste disculpas por ser tan testarudo y grosero cuando todo lo que yo había querido hacer era guiarte por el buen camino. Me dijiste que te arrepentías de haber pasado esos años peleando y en constante silencio. Pero, sobre todo, me pediste otra oportunidad, una para poder arreglar el pasado y volver a estar juntos, justo como antes.
Y por más que quise aceptar y decirte que sí, que estaba muriendo de ganas por volver a tenerte entre mis brazos, no lo hice. Te dije que tu vida y la mía ahora se manejaban por caminos distintos, y que era tu destino seguir sin mí.
Tú te negaste a oír aquella respuesta, estabas necio, implorándome que me quedara, que no te abandonara. Las lágrimas corrían por las mejillas de ambos, y nos ahogaban el corazón. Me sostuviste la mano y me la apretaste, rogándome por un perdón que te había otorgado desde el primer momento en que te fuiste. Creíste que no hablaba en serio, que me sacaría un as de la manga y te diría que todo aquello era una broma. Pero definitivamente no lo era y, aunque hubiera deseado decírtelo de otra manera, con más tiempo, tacto y ternura, ahora el que tenías que dejarme ir eras tú.
No deshiciste el agarre entre nuestros dedos y palmas en ningún momento. Me aseguraste, después de unos momentos meditándolo, que estabas de acuerdo con mi decisión, que no interferirías más y que, por mí, vivirías de la manera más feliz de ese momento en adelante. Te hice prometer buscar a alguien más y formar un lazo como el que teníamos, no con el fin de sustituirme, pero sí con la intención de que encontraras tu lugar y formaras tu propio hogar. Tú prometiste siempre tenerme presente y perseguir tus sueños para hacerme sentir orgullosa. Nunca me sentí más feliz que al saber que tomarías mis palabras en serio.
Y con ese sentimiento, con un calor infinito que me llenaba el alma, nos vimos una última vez y nos despedimos como era debido. Te deseé lo mejor y me emocioné por mi siguiente etapa, una en donde ya no estarías, hijo mío, pero en la que siempre te acompañaría, pues como tu madre nunca dejaría de cuidarte desde los cielos, un lugar en el que no esperaba encontrarte hasta dentro de mucho, mucho tiempo.
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El rincón de la biblioteca
RandomDe textos simples hasta relatos desgarradores, de corazones rotos a sonrisas deslumbrantes. Una recopilación de mis cuentos e historias cortas, los cuales nunca supe a donde pertenecían por lo que los he colocado aquí: en este rinconcito vacío de l...