Prólogo.

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19 de diciembre de 2009, Phoenix, Arizona.

Estoy sola. Los paramédicos se llevan a mi familia de mi lado. No quiero quedarme sola, pero nadie más que yo está despierto.

Y siento que todo fue mi culpa.

Las sirenas de los policías y ambulancias no dejan de sonar y las personas se acercan para saber lo que ocurre.

—¿Morirán? —pregunto a todo el que se me acerca, pero nadie responde.

Estoy asustada, nunca en mi vida sentí tanto miedo, ¿qué es lo que sucede? De un momento a otro mi mundo se destruye ante mis ojos, si ellos se van, estoy sola. No tengo nadie a más, y no quiero que me adopten porque a esos niños los tratan muy mal, como le pasó a Cenicienta con su malvada madrastra cuando murió su papá.

Me duele la cabeza y tengo moratones y rasgaduras en todo mi cuerpo. Moverse duele. Llorar duele. Mi corazón duele.

Mamá dice que si algo te duele debes pensar en cosas bonitas. Como que mañana estaré en casa y mi mamá cocinará panqueques de chocolate, papá nos dará un beso a mi hermano y a mí antes de irse a su trabajo y Connor y yo jugaremos con los Legos antes de ir al colegio.

Cosas bonitas, Lucero. Cosas bonitas.

—Hora de muerte 6:58 p. m —dice el paramédico cercano a mi hermano menor.

Ya no hay cosas bonitas.

Un nudo se atasca en mi garganta y un sollozo escapa como un suspiro del viento.

Connor solo tenía siete años. Apenas era un niño. Él quería ser un jugador famoso de fútbol soccer y ahora no será nada más que polvo y recuerdos.

Cortos suspiros salen de mi boca mientras me esfuerzo por mantener mis lágrimas. Me duele mucho la cabeza y mis ojos me arden.

—El oxígeno está disminuyendo —avisa una paramédica—. Presión arterial baja... ¡No respira! Fallo en el corazón —grita, llamando la atención de otros de sus compañeros que enseguida llegaron con una de esas máquinas de alto voltaje que pasan en la televisión.

—Uno... Dos... Despejen. —La máquina emitió un sonido de descarga que me puso nerviosa—. Uno... Dos... Despejen. Uno... Sin signos vitales. L-lo perdimos, hora de muerte 7:03 p. m.

Ese era mi papá. El hombre que me había animado cuando estaba triste, me apoyaba, me ayudaba, me hacía sentir bien. Y había muerto enfrente de mí, en mi presencia, sin aviso alguno.

Desde que me bajaron del auto en el que viajaba —el que quedó destrozado por el choque—, no había parado de llorar, y estaba segura de que si no paraba, terminaría muy mal.

Todas mis esperanzas están puestas en las manos de las personas que atienden a mi madre. Ella no me dejará sola, ¿verdad? No, no puede hacerlo. Solo necesito que se quede a mi lado, conmigo, protegiéndome de todo lo que pueda hacerme daño, porque eso es lo que hace una madre.

Me acerco ella. Está acostada en una camilla rodeada de personas que revisan sus heridas, pulso, latidos, inhalaciones y exhalaciones y otras cosas de las cuales nunca me aprenderé el nombre.

Se ve mal. ¿Por qué tiene tanta sangre en la cabeza? ¿Por qué no despierta? ¿Está durmiendo? Sí, debe ser eso.

—No te muevas, no puedes dar un paso más, linda. Tengo que atenderte —dice una paramédica castaña, mientras me aleja de mi mamá y saca sus artilugios.

—Es mi mamá. Y no estoy herida, ayúdala a ella.

¿Está durmiendo? ¿O se la llevaron al cielo? ¿Qué tal... si tengo que decirle adiós? ¿Y si se va con Connor y con papá?

Luces [✓]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora