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La respiración de Texas se había ido volviendo cada vez más irregular e imperceptible. No se había movido del sofá donde la habíamos tumbado al llegar y sus facciones y el resto de su cuerpo estaban lívidos y fríos. Los cercos oscuros en torno a sus ojos eran la única nota de color en aquel rostro del que la vida desaparecía poco a poco.

- Tenemos que irnos - le indiqué a Bell, que había vuelto a sentarse al lado de su amiga y sostenía una de sus manos heladas entre las suyas.

Ella se inclinó sobre Texas y dejó un suave beso sobre su frente antes de levantarse y reunirse conmigo. De alguna forma no podía concebir la idea de abandonarla ahí sin más, así que la tapamos con una manta raída que encontramos en la habitación. Dudé un segundo, pero Bell tiró de la manta hasta cubrir también por entero la cara de Texas.

- Así no la molestarán - murmuró a modo de explicación.

- Al menos parece que está en paz - dije, sintiéndome tan inútil como cuando tuve que despedirme de Richard. Bell sólo sacudió la cabeza.

- Se muere sin querer hacerlo. No hay ninguna paz en eso.

No repliqué porque ella llevaba razón. Al pasar al lado del cuerpo de Lucas Bell se agachó y arrancó el destornillador que aún estaba clavado en su cráneo, guardándolo en el bolsillo frontal de su sudadera. Yo aún portaba el martillo de Max. Una vez hecho eso cerramos la puerta y ambos nos adentramos en el vestíbulo del reformatorio.

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Que todo había cambiado se hizo evidente en cuanto pusimos un pie fuera de las habitaciones del personal. A lo lejos se escuchaban ruidos, a alguien dando voces y golpes continuos contra una puerta o una pared. Las luces del sistema de emergencia seguían encendidas pero algunas parpadeaban como si estuvieran a punto de fundirse. Bell y yo intercambiamos miradas y avanzamos hacia el ruido cruzando el vestíbulo. Habían derribado las mesas que se alineaban a los lados, donde las familias se sentaban con sus hijos en los días de visitas, y las habían arrinconado hechas pedazos junto a las paredes.

La puerta de la enfermería estaba reventaba y con los cristales de la parte de arriba hechos añicos. Dentro las camillas estaban volcadas y había restos de sangre y trozos de carne de los que no quise saber su origen. Todo allí dentro era caos y muerte. Mi estómago se revolvió ligeramente pero eso fue todo. Al parecer uno termina por acostumbrarse a cualquier cosa.

Lo peor, no obstante, no era eso.

Habían cerrado por completo la puerta que daba al comedor y las cocinas y las habían asegurado con una cadena fuertemente cruzada. Como si esto fuera una parodia de The Walking Death alguien había escrito con pintura verde en mitad de la puerta lo siguiente:

Don't open. Dead inside

Los ruidos que habíamos escuchado antes venían de lo que fuera había tras esa puerta. Fuera lo que fuese lo que había ahí encerrado, quería salir, y golpeaba rítmicamente la puerta buscando un resquicio por donde escapar.

- ¿Pero qué coño ha pasado aquí? - preguntó Bell atónita, sin dirigirse a nadie en concreto.

- ¡UN INFECTADO! - los dos dimos un respingo ante aquel repentino grito humano, lleno de alarma y rabia - ¡A POR ÉL! ¡Es uno de ellos!

Nos pegamos instintivamente contra la pared, aunque manteniéndonos a prudente distancia de la puerta encadenada. Sin embargo, el grito no iba por nosotros. Procedente del fondo del pasillo, de la parte que conducía a los bloques, un chico pasó renqueando junto a nosotros todo lo rápido que podía hacerlo, teniendo en cuenta que cojeaba lastimosamente. Me dio tiempo a identificarle como Morris Marsh, un chico regordete de nuestro bloque. Detrás de él, como una cuadrilla de perros de caza, otros cuatro chicos le pisaban los talones.

Remember our namesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora