Capítulo VIII, Monseñor en el campo

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Un paisaje encantador, en el que brillaba el trigo aunque no abundante. En algunos campos se cultivaba el centeno, aunque habrían podido dedicarlos a trigo, y en otros se veían guisantes y habas, pobres sustitutivos del trigo. El señor marqués iba en su carroza de viaje (que podría haber sido más ligera) tirada por cuatro caballos de posta; la guiaban dos postillones y subía entonces una cuesta. El color que se veía entonces en las mejillas del marqués nada decía contra su buena cuna, pues se debía a una circunstancia externa, a la que no alcanzaba su autoridad, pues era el sol que se ponía.

Tan rojos eran los resplandores que el astro derramaba sobre la carroza, cuando llegaba a lo alto de la colina, que su ocupante estaba rodeado de rojiza luz.

-Pronto se pondrá -dijo el señor marqués mirándose las manos.

En efecto, el sol estaba tan bajo que se ocultó enseguida. Cuando se hubieron apretado los frenos sobre las ruedas y la carroza emprendió el descenso, desapareció en el acto el rojizo resplandor. Se ofreció a los ojos del marqués un terreno quebrado, una aldea al pie de la colina, una llanura que terminaba en un altozano, la torre de una iglesia, un molino de viento, un bosque para la caza y una fortaleza que se usaba como prisión, situada junto a un despeñadero. Miraba el marqués todas esas cosas a la luz del crepúsculo con la expresión de quien llega a su país.

El pueblo tenía solamente una pobre calle, en la que había una pobre taberna, una tenería muy pobre, una cervecería pobre, una cuadra pobre para los relevos de caballos, una fuente pobre y la gente pobre. Muchos de los habitantes del pueblo estaban sentados a la puerta de sus casas, aderezando cebollas de desecho y otras cosas por el estilo para la cena, en tanto que otros, junto a la fuente, lavaban hojas y hierba y los míseros productos comestibles que producía la tierra. No faltaban señales de lo que hacia pobres a aquella gente desgraciada: los impuestos del Estado, los diezmos para la iglesia, los impuestos para el señor, los impuestos locales y generales, habían de ser pagados sin remedio, de acuerdo con un cartel fijado en el pueblo de modo visible, y lo que más raro parecía es con todos esos impuestos estuviera el pueblecillo todavía en pie.

Pocos niños se veían y ningún perro. En cuanto a los hombres y a las mujeres, sus esperanzas en esta tierra se comprendían o en vivir de la manera más mísera en el pueblo, a la sombra del molino, o gemir en la prisión de la fortaleza que dominaba el despeñadero.

Anunciado por un correo que lo precedía y por el restallar de los látigos de los postillones que ondulaban como sierpes por encima de sus cabezas, como si llegase servido por las furias, el señor marqués llegó en su carroza a la puerta del relevo. Estaba cerca de la fuente y los campesinos interrumpieron sus ocupaciones para mirarlo. El también los miró y vio en ellos, aunque sin darse cuenta, la miseria que se pintaba en sus rostros y que hizo proverbial la delgadez de los franceses e ingleses por espacio de más de un siglo, cuando ya las cosas habían cambiado.

El señor marqués posó la mirada sobre los humildes rostros que se inclinaban ante él, así como él se inclinó ante Monseñor en la Corte -aunque la diferencia estaba en que los que tenía delante se inclinaban para sufrir y no para hacerse gratos- cuando un peón caminero vino a reunirse con el grupo.

-Tráeme a ese hombre -ordenó el marqués al correo.

Historia de dos ciudades, Charles DickensDonde viven las historias. Descúbrelo ahora