Capítulo X, Dos promesas

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Habían llegado y pasado algunos meses, en número de doce, y el señor Carlos Darnay estaba establecido en Inglaterra como maestro de francés y de literatura francesa. En la actualidad se le habría llamado profesor, pero entonces no era más que tutor. Daba lecciones a jóvenes que sentían interés en aprender una lengua viva hablada en todo el mundo. Tales maestros no se hallaban fácilmente en aquella época. Los príncipes que fueron y los reyes que habían de ser, no tenían aptitudes para enseñar a nadie y la nobleza arruinada no se dedicaba aún a los libros de comercio ni a ejercer de cocineros o de carpinteros. Y como maestro, cuyo sistema hacía agradable el estudio a sus discípulos y como traductor elegante que podía hacer algo más de lo que resulta de la ayuda del diccionario, pronto llegó Darnay a ser conocido y apreciado. Estaba al corriente de los sucesos de su país, sucesos cada día más interesantes. Y así con la mayor perseverancia y actividad iba prosperando.

No había esperado poder alcanzar la riqueza en Londres, pues, de haberse hecho tales ilusiones no habría llegado a prosperar. Esperaba tener que trabajar, encontró trabajo y lo llevaba a cabo. En eso consistía su prosperidad. Desde los tiempos en que era siempre verano en el Edén, hasta los actuales en que casi puede decirse que el invierno es perpetuo, la vida del hombre siempre ha tomado el mismo camino, que también tomó Carlos Darnay, es decir, el que conduce al amor de una mujer.

Desde que la vio por primera vez en aquella hora peligrosa para su vida, se dijo que la amaba y le pareció que nunca había oído música más deliciosa que su voz llena de compasión y nunca vio rostro tan tiernamente hermoso como el de la joven cuando la vio ante la tumba que ya habían excavado para él. Pero no había hablado con ella del asunto; el asesinato cometido en el desierto castillo, más allá de las aguas, del mar y los largos caminos llenos de polvo, tuvo lugar hacía más de un año, y el joven no había pronunciado una sola palabra que diera a entender el estado de su corazón.

Tenía para ello muy buenas razones, Nuevamente era un día de verano cuando llegó a Londres y se dirigió al tranquilo rincón de Soho, en busca de una oportunidad para abrir su corazón al doctor Manette. Era por la tarde y sabía ya que Lucía había salido con la señorita Pross.

Halló al doctor leyendo en su sillón junto a la ventana. Había recobrado ya la energía que le permitió resistir sus antiguos dolores. Era ahora un hombre muy enérgico, de gran firmeza de carácter, de fuerte resolución y de acción vigorosa. Estudiaba mucho, dormía poco, soportaba fácilmente la fatiga y era de carácter alegre. Se presentó a él Carlos Darnay y, al verlo, el doctor dejó el libro a un lado y le tendió la mano.

-Me alegro de veros, señor Darnay -exclamó.- Desde hace algunos días esperaba vuestro regreso. Ayer estuvieron aquí el señor Stryver y el señor Carton y ambos dijeron que estabais ausente más de lo debido.

-Les agradezco mucho su interés -contestó con cierta frialdad para con los dos personajes nombrados, aunque con amabilidad para el doctor.- ¿Cómo está la señorita Manette?

-Bien -contestó el doctor,- y estoy seguro de que se alegrará de vuestro regreso. Ha ido de compras, pero pronto estará de vuelta.

-Ya sabía que no está en casa, doctor, y he aprovechado la oportunidad para hablar reservadamente con vos.

Historia de dos ciudades, Charles DickensDonde viven las historias. Descúbrelo ahora