Capítulo XI, Una conversación de amigos

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-Sydney -dijo Stryver aquella misma noche, o, mejor dicho, a la madrugada a su chacal-prepara otro ponche. Tengo que decirte algo.

Sydney había estado trabajando con ardor durante aquella noche y las anteriores para dejar limpia de papeles, antes de las vacaciones, la mesa de Stryver. Dejó resueltos, por fin, todos los asuntos y ya estaba todo listo hasta que llegara noviembre con sus nieblas atmosféricas y sus nieblas legales, y la ocasión de poner nuevamente el molino en marcha.

Sydney no había dado muestras de sobriedad durante aquellas noches, y en la que nos ocupa tuvo necesidad de utilizar mayor número de toallas mojadas para seguir trabajando, porque las precedió una cantidad extraordinaria de vino, y se hallaba en condición bastante deplorable cuando se quitó definitivamente su turbante y lo echó a la jofaina en que lo humedeciera de vez en cuando durante las seis últimas horas.

-¿Estás preparando el ponche? -preguntó el majestuoso Stryver con las manos apoyadas en la cintura y mirando desde el sofá en donde estaba echado.

-Sí.

-Pues fíjate, Voy a decirte una cosa que te sorprenderá y que tal vez te incline a conceptuarme menos listo de lo que parezco. Me quiero casar.

-¿Tú?

Y lo más; grande es que no por dinero. ¿Qué me dices ahora? -No tengo ganas de decir nada. ¿Quién es ella?

-Adivínalo.

-¿La conozco? -Adivínalo.

- No estoy de humor para adivinar nada a las cinco de la madrugada, cuando tengo la cabeza que parece una olla de grillos. Si quieres que me esfuerce en adivinar, convídame antes a cenar.

-Ya que no quieres esforzarte, te lo diré -contestó Stryver acomodándose -Aunque no tengo esperanzas de que me comprendas, Sydney, porque eres un perro insensible.

-Tú, en cambio -exclamó Sydney ocupado en hacer el ponche, eres un espíritu sensible y poético.

-¡Hombre! -exclamó Stryver riéndose.- No pretendo ser la esencia de la sensibilidad, pero soy bastante más delicado que tú.

-Eres más afortunado solamente.

-No es eso. Quiero decir, más... más...

-Digamos galante -sugirió Carton.

-Bien. Digamos galante. Lo que quiero decir es que soy un hombre -contestó Stryver contoneándose mientras su amigo hacía el ponche -que procura ser agradable, que se toma algunas molestias para ser agradable, que sabe ser más agradable que tú en compañía de una mujer.

- ¡Sigue! -le dijo Carton.

-Antes de pasar adelante -dijo Stryver,- he de decirte una cosa. Has estado en casa del doctor Manette tantas veces como yo, o más tal vez. Y siempre me ha avergonzado tu aspereza de carácter. Tus maneras han sido siempre las de un perro huraño y de mal genio, y, francamente, me he avergonzado de ti, Sydney.

Historia de dos ciudades, Charles DickensDonde viven las historias. Descúbrelo ahora