Capítulo XXIV, atraído por la montaña imantada

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Tres años se consumieron en tales tempestades de fuego y de agua, mientras la tierra se estremecía ante los embates de un mar que no tenía ya marcas, sino que siempre estaba en pleamar y cada vez más alta, con gran terror de los que contemplaban el cataclismo desde la orilla. Tres cumpleaños más de la pequeña Lucía, en cuya vida familiar no cesó su madre de tejer el hilo de oro.

Muchos días y muchas noches los moradores de la casa de Soho escucharon los ecos que hasta ellos llegaban y se estremecían sus corazones, porque los pasos que oían eran los de un pueblo, tumultuoso bajo una bandera roja, y mientras su patria era declarada en peligro, se convertía en fieras bajo el influjo de terrible y largo encantamiento.

Monseñor, como clase social, no podía comprender la razón de no ser apreciado y de que se le necesitara tan poco en Francia, hasta el punto de correr peligro de ser arrojado de ella y de la vida a un tiempo. Y así Monseñor en cuanto vio al diablo que tantas veces invocara, se apresuró a enseñarle sus nobles talones.

Se habían desvanecido los brillantes cortesanos, pues, de lo contrario, no hay duda de que hubieran sido blanco de un huracán de balas nacionales. La corte se había marchado, la realeza también; sitiada en su palacio, quedó "en suspenso" cuando hasta ella llegó la tempestad.

Había llegado el mes de agosto del año mil setecientos noventa y dos, y la raza de Monseñor estaba dispersa por el mundo.

Como era natural, el punto de reunión de los nobles en Londres era la Banca Tellson.

Se dice que los espíritus frecuentan los lugares que más visitaron sus cuerpos, y Monseñor, que no tenía una guinea, visitaba el lugar en que las había. Además, el Banco Tellson era una casa generosa y daba pruebas de liberalidad a los antiguos clientes que se hallaban en mala situación. Por otra parte, algunos que vieron llegar la tempestad, hicieron previsoras remesas de fondos a Tellson. Por eso todos se reunían allí y allí acudían los que llegaban de Francia portadores de noticias.

En una calurosa tarde el señor Lorry estaba sentado a su mesa y Carlos Darnay se apoyaba en ella, hablando en voz baja al banquero. Era casi la hora de cerrar el Banco.

-A pesar de que sois el hombre más joven que he conocido -decía Darnay,- debo aconsejaros...

-Ya os entiendo. Queréis decir que soy demasiado viejo.

-El mal tiempo, un largo viaje, inciertos medios de viajar, país desorganizado, una ciudad que tal vez no sea segura para vos.

-Mi querido Carlos -contestó el señor Lorry con acento de confianza,- estas razones que mencionáis son las que me obligan a ir y no a quedarme. Habrá bastante seguridad para mí. Nadie irá a meterse con un pobre viejo, que está cerca de los ochenta años, cuando hay tanta gente de que ocuparse. En cuanto a que la ciudad está desorganizada, si no lo estuviera no habría razón alguna para que me mandasen a nuestra casa de allí, pues conozco París y los negocios desde hace mucho tiempo, y Tellson tiene confianza en mí. En cuanto a las incomodidades, si no me resigno a sufrirlas en beneficio de Tellson después de tantos años de estar en la casa, ¿quién tendría motivos para ello?

Historia de dos ciudades, Charles DickensDonde viven las historias. Descúbrelo ahora