Capítulo XV, los pasos se apagan para siempre

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A lo largo de las calles de París daban tumbos las carretas de la muerte. Seis de ellas llevaban la provisión de vino del día a la Guillotina. Las seis carretas parecían gigantescos arados que abrieran enormes surcos entre la gente que se apartaba a ambos lados para dejarles paso. Y tan acostumbrados estaban todos a semejante espectáculo, que era frecuente ver personas que no suspendían sus ocupaciones al paso de aquella triste comitiva.

Entre los que montan las carretas, en aquel último viaje, algunos observan las cosas que los rodean con mirada impasible, otros con el mayor interés. Algunos, sentados y con la cabeza entre las manos, parecen desesperados, y otros dirigen a la multitud miradas semejantes a las que han visto en teatros y en cuadros. Varios tienen los ojos cerrados y reflexionan o tratan de coordinar sus ideas. Solamente uno, de mísero aspecto, está tan trastornado por el terror, que va cantando y hasta trata de bailar. Pero nadie, con sus miradas o con sus gestos, apela a la compasión del pueblo.

Preceden a las carretas algunos guardias a caballo, y la gente les dirige preguntas que ellos contestan de la misma manera: señalando a la tercera carreta y a un hombre que, con la espalda apoyada en la parte posterior de la carreta y la cabeza inclinada, habla con una muchacha sentada en un lado que le coge la mano. Parece no importarle nada de lo que le rodea, pues sigue hablando con la jovencita. A veces se oyen algunos gritos contra él, pero en tales casos se limita a levantar la cabeza y a sonreír.

Ante una iglesia, esperando la llegada de las carretas, está el espía. Mira al primer vehículo y ve que no está. Mira al segundo y tampoco. Entonces se pregunta: "¿Me habrá engañado?", cuando al mirar a la tercera se tranquiliza.

-¿Quién es Evremonde? -le pregunta un hombre que está a su lado. -Ese que va en la parte posterior de la tercera carreta.

-¿Ese a quien la muchacha le coge la mano? -Sí.

-¡Muera Evremonde! -grita el hombre.- ¡A la Guillotina los aristócratas! -¡Calla! -le dice tímidamente el espía.- Va a pagar sus culpas de una vez. Déjale morir en paz.

El hombre no le hace ningún caso y sigue gritando. Evremonde lo oye y al volverse vio al espía, lo mira atentamente y pasa de largo. A las tres en punto llegaban las carretas al lugar de la ejecución. La gente rodeaba el siniestro aparato, en torno del cual, y sentadas en primera fila, como si estuvieran en el teatro, había numerosas mujeres ocupadas en hacer calceta. Una de ellas era La Venganza, que miraba a todos lados en busca de su amiga.

-¡Teresa! -gritó con su voz más aguda.- ¿Quién ha visto a Teresa? -Nunca había dejado de venir -dijo otra.

-¡Teresa! -repitió La Venganza. -Grita más -le recomendó otra.

-¡Grita, Venganza, grita, porque por más que grites y aunque profieras alguna interjección malsonante Teresa no te oirá!

-¡Qué mala suerte! -exclama La Venganza pateando.- ¡Ya están aquí las carretas! ¡Evremonde será despachado sin que ella esté aquí!

Historia de dos ciudades, Charles DickensDonde viven las historias. Descúbrelo ahora