Capítulo XIV, fin de la calceta

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Mientras los cincuenta y dos desgraciados esperaban la muerte, la señora Defarge celebraba consejo con La Venganza y con Jaime Tres, acerca de la Revolución y el jurado. La conferencia tenía lugar, no en la taberna, sino en la tienda del aserrador que en un tiempo fue peón caminero. Este no participaba en la conferencia, sino que estaba un poco alejado en espera de que se le dirigiera la palabra.

-No hay duda de que Defarge es un buen republicano -decía Jaime Tres.

-Es verdad. Pero tiene debilidad por ese doctor. A mí, él me importa poco, pero, en cambio, no descansaré hasta el exterminio total de la familia de Evremonde. Hasta que mueran su mujer y su hija -dijo la señora Defarge.

Hubo una pausa y añadió:

-Acerca de este asunto, no me atrevo ya a confiar en mi marido, y como por otra parte no hay tiempo que perder, pues hay peligro de que alguien los ponga sobre aviso, tendré que obrar yo sola. Ven aquí, ciudadano -dijo al aserrador.

Este acudió respetuosamente y la tabernera le dijo:

-Con respecto a las señales que les viste hacer a los presos, espero que no tendrás inconveniente en prestar testimonio.

-Ninguno -contestó el aserrador.- Todos los días venía aquí, a veces sola y otras con la niña. Lo he visto con mis propios ojos.

-Claramente se trata de una conspiración -observó Jaime Tres. -¿Respondes del Jurado? -le preguntó la señora Defarge. -Completamente.

-Me gustaría salvar al doctor en obsequio de mi marido...

-Sería perder una cabeza -objetó Jaime Tres.

-También hacía señas -añadió la señora Defarge.- No puedo acusar a ella sin envolver a él en la misma acusación. No, no me es posible salvarlo. Ahora todos tenéis que hacer allí, a las tres de la tarde. Cuando haya terminado, pongamos a cosa de las siete, iremos a San Antonio a acusar a esa gente ante la Sección.

Dichas estas palabras, la señora Defarge llamó a La Venganza y a Jaime Tres para que se acercaran a la puerta y les dijo en voz baja:

-Ahora ella estará en su casa, llorando, en la hora de la muerte de su marido. Sentirá odio hacia sus enemigos y maldecirá la justicia de la República. Yo iré a verla.

La Venganza, entusiasmada, la besó en la mejilla.

-Toma mi labor de calceta -le dijo la tabernera entregándosela- y guárdame mi sitio acostumbrado. Estoy segura de que hoy asistirá más público a la ejecución.

-¿No llegarás después de comenzado el espectáculo? -No. Estaré allí antes de que empiece.

La señora Defarge se alejó moviendo la mano en señal de despedida y no tardó en perderse de vista.

Historia de dos ciudades, Charles DickensDonde viven las historias. Descúbrelo ahora