Capítulo X, la substancia de la sombra

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El documento decía así:

"Yo, Alejandro Manette, desgraciado médico, natural de Beauvais y residente luego en París, escribo este documento en mi triste calabozo de la Bastilla, en el último mes de... Lo ocultaré luego en un agujero practicado en la chimenea, y tal vez lo encuentre un hombre compasivo cuando yo no exista ya.

"Escribo con un clavo y con hollín y polvo de carbón por tinta, a la que mezclo algo de sangre. Este es mi décimo año de cautiverio y ya he perdido toda esperanza. Además, me doy cuenta de que pronto me abandonará la razón, pero declaro solemnemente que todavía estoy en posesión de mi entero juicio y que mi memoria es exacta, así como que escribo la verdad.

"Una noche de diciembre de..., paseaba yo junto al muelle del Sena, a bastante distancia de mi residencia, cuando llegó junto a mí un carruaje que iba bastante aprisa. Me aparté para no ser atropellado y entonces uno de sus ocupantes sacó la cabeza por la ventanilla Y ordenó parar.

"El coche se detuvo casi inmediatamente y la misma voz me llamó por mi nombre. Cuando llegué junto al coche ya habían bajado las dos personas que lo ocupaban y que iban envueltas en capas, como si quisieran ocultarse. Ambos eran jóvenes, de mi edad, y se parecían bastante.

"Se cercioraron de que yo era el doctor Manette y luego me dijeron que después de haber estado en mi casa y de averiguar que, probablemente, estaría paseando junto al río, acudieron a mi encuentro. Dicho esto me invitaron a subir al carruaje de modo que más parecía una orden. Me resistí tratando de averiguar qué deseaban y me contestaron que se trataba de prestar mis auxilios médicos a un enfermo. No tuve más remedio que obedecer y al poco rato el carruaje había salido de la ciudad para detenerse ante una casa solitaria que se hallaría a cosa de media legua de París. Bajamos los tres a un jardín algo abandonado y entramos en la casa.

"A la luz reinante comprendí que aquellos hombres eran hermanos y tal vez gemelos, pero inmediatamente solicitaron mi atención unos gritos que procedían, aparentemente, de una habitación situada en el primer piso. Me condujeron allí y a la habitación en que se hallaba la paciente, pues era una mujer joven, de gran belleza. Tendría veinte años, estaba despeinada y tenía los brazos atados a los costados. Inmediatamente vi que la pobre mujer sufría una fiebre cerebral. Me acerqué a ella, le puse la mano en el pecho tratando de calmarla, en tanto que ella, con los ojos desorbitados, pronunciaba a gritos las siguientes palabras: "Mi marido, mi padre, mi hermano." Luego contaba hasta doce y volvía a pronunciar las mismas palabras, sin la menor variación.

"Pregunté por la duración del ataque, y el que parece mayor de los dos hermanos me contestó que desde la noche anterior a la misma hora.

"Indagué, entonces, si la desgraciada mujer tenía padre, hermano y marido. Me contestaron que tenía hermano y que el hecho de que la desgraciada contara hasta doce, sin parar, podía relacionarse con la hora de las doce de la noche.

"Como nada me habían advertido acerca de la naturaleza de la dolencia, yo estaba desprovisto de los medios de aliviar a la enferma, y al hacerlo constar me ofrecieron una caja en que había algunas medicinas; escogí las que me parecieron apropiadas y conseguí que la paciente tragara cierta cantidad de ellas. Como era preciso observar el efecto que producían en la enferma, me senté a su lado, en tanto que ella seguía gritando las mismas palabras.

Historia de dos ciudades, Charles DickensDonde viven las historias. Descúbrelo ahora