Esperaban su terrible suerte en la obscura prisión de la Conserjería los condenados de aquel día. Eran cincuenta y dos. Antes de que sus calabozos quedasen libres, ya se habían nombrado a los que debían ocuparlos al día siguiente. Los había de toda condición, desde el rico propietario de setenta años, a quien no podían salvar sus riquezas, hasta la costurera de veinte, cuya pobreza y obscuridad no podían evitarle la terrible muerte.
Carlos Darnay, encerrado en su calabozo, no se hacía ilusiones acerca de su suerte, pues sabía que estaba condenado y que nada podría salvarlo. Sin embargo, con el reciente recuerdo del rostro de su esposa, no le resultaba fácil prepararse para morir. Su vitalidad era fuerte y los lazos que le unían a la vida duros de romper. Además, tanto en su cerebro como en su corazón, sus tumultuosas ideas parecían unirse para impedirle la resignación. Y si, en algunos momentos, lograba resignarse, su mujer y su hija, que habían de vivir más que él, parecían protestar y hacer egoísta su renunciamiento.
Pero luego se dijo que en la muerte que le aguardaba no había nada de deshonroso y que, cada día, personas tan dignas como él la sufrían de la misma manera y así, gradualmente, se calmaba y podía elevar sus pensamientos en busca de consuelo.
Corno se le había permitido comprar recado de escribir, tomó la pluma y no la dejó hasta la hora en que se vio obligado a apagar la luz.
Escribió una larga carta a Lucía, diciéndole que nada había sabido de la prisión de su padre hasta que lo oyó de sus propios labios y que de la misma manera estuvo ignorante de los crímenes de su padre y de su tío, hasta que se leyó el documento del doctor Manette. Le explicaba, también, que la ocultación de su verdadero nombre fue condición impuesta por el doctor, condición que ahora comprendía perfectamente. Le rogaba luego que no intentase averiguar nunca si su padre recordaba o no la existencia de aquel documento en el escondrijo de la Bastilla y le recomendaba que consolase al pobre viejo, dándole a entender que nada tenía que reprocharse. Le hacía, además, protestas de amor y le rogaba que venciera su dolor dedicándose a su hija.
Escribió luego al doctor acerca de lo mismo y le recomendaba que cuidase de su mujer y de su hija, pues esto, indudablemente, contribuiría a levantar su ánimo y alejaría de su mente otros pensamientos retrospectivos que sin duda tratarían de recobrar su imperio en él.
Al señor Lorry le recomendaba a su familia y le explicaba el estado de sus asuntos, y después de algunas palabras de sincera amistad y de cariño, terminó. No se acordó de Carton, pues su mente estaba ocupada por el recuerdo de su familia.
Se tendió en la cama y pasó la noche muy, agitado, entre pesadillas. Al despertar no recordaba el lugar en que se hallaba, pero muy pronto se presentó a su mente la idea de que aquél era el día de su muerte.
Así había llegado al día en que habían de caer cincuenta y dos cabezas. Y esperaba y deseaba poder ir al encuentro de su fin con tranquilo heroísmo. Entonces empezó a preguntarse cómo sería la Guillotina, que nunca había visto; cómo se acercaría a ella y cómo pondría la cabeza; si las manos que lo tocarían, estarían teñidas en sangre...
Pasaban las horas que ya no volvería a oír. Sabía que su última hora serían las tres de la tarde, y, por consiguiente, se figuró que lo llamarían a las dos, pues las carretas de la muerte recorrían lentamente el camino hasta la Guillotina. Así, mientras estaba esperando su hora postrera, oyó la una, y dio gracias a Dios por el tranquilo valor que lo sostenía.
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Historia de dos ciudades, Charles Dickens
ClassicsEsta novela es un clásico de la literatura inglesa del siglo XIX. Trata paralelamente las realidades de Inglaterra y de una Francia revolucionaria. Tomando como punto de referencia la revolución francesa, Dickens muestra los problemas sociales y pol...