El viajero avanzaba lentamente en su camino hacia París, desde Inglaterra, en el otoño, del año mil setecientos noventa y dos. Aunque hubiera seguido reinando en toda su gloria el destronado y desdichado rey de Francia, habría encontrado peores caminos, malos carruajes y pésimos caballos de lo que era necesario para dificultar su marcha, pero aquellos nuevos y revueltos tiempos habían traído otros obstáculos peores. Toda puerta de ciudad y toda oficina de impuestos contaba con su banda de patriotas, que con las armas preparadas para usarlas a la primera señal, detenían a todos los que pasaban, los interrogaban, inspeccionaban sus papeles, miraban en sus propias listas buscando sus nombres, los hacían retroceder o les ordenaban avanzar, o bien los detenían y los prendían, según su juicio o capricho les indicara como más conveniente para la República Una e Indivisible, de Libertad, Igualdad y Fraternidad, o Muerte.
Había recorrido ya algunas leguas en su viaje por Francia, cuando Carlos Darnay empezó a darse cuenta de que no podría regresar por aquellos caminos hasta que no hubiera sido declarado buen ciudadano en París. Pero cualquiera que fuese la suerte que lo aguardaba, ya no podía retroceder. No había obstáculos materiales que le impidiesen el regreso, pero comprendía perfectamente que a su espalda se había cerrado una puerta mil veces más infranqueable que si fuera de hierro. La vigilancia de todos lo rodeaba como si se hallara en el centro de una red o fuese llevado a su destino dentro de una jaula.
Aquella vigilancia no solamente lo, detenía veinte veces en cada jornada, sino que retrasaba su camino veinte veces al día, haciéndole retroceder, deteniéndole y acompañándole. Y cuando ya hacía algunos días que viajaba por Francia, se acostó una noche en una población de poca importancia, inmediata a la carretera, pero aun a buena distancia de París.
A la carta del afligido Gabelle debía el haber llegado tan lejos, pero las dificultades que le opuso el guarda de aquella población fueron tantas, que no dudó de que su viaje se hallaba en un momento crítico. Por esta razón no se sorprendió mucho al ser despertado a medianoche en la posada en que se alojara por un tímido funcionario local, acompañado por tres patriotas armados, cubiertos con el gorro rojo y con las pipas en la boca que, sin ceremonia alguna, se sentaron en el borde de su cama.
-Emigrado -dijo el funcionario,- voy a mandarte a París bajo escolta.
-No deseo otra cosa sino llegar a París, ciudadano, aunque prescindiría a gusto de la escolta.
-¡Silencio! -exclamó uno de los gorros colorados, dando un golpe en el cobertor de la cama con la culata de su arma.- ¡Calla, aristócrata!
-Tiene razón este buen patriota -observó el tímido funcionario. Eres un aristócrata y has de ir con escolta, pero a tu costa.
-No está en mi mano la elección -dijo Carlos Darnay.
-¡La elección! ¡Oídle! -exclamó un gorro colorado.- ¡como si no fuese un favor el protegerle para que no acabe colgado de un farol!
-Este patriota tiene siempre razón -observó el funcionario.- Levántate y vístete, emigrado.
ESTÁS LEYENDO
Historia de dos ciudades, Charles Dickens
ClassicsEsta novela es un clásico de la literatura inglesa del siglo XIX. Trata paralelamente las realidades de Inglaterra y de una Francia revolucionaria. Tomando como punto de referencia la revolución francesa, Dickens muestra los problemas sociales y pol...