Todos los días se ofrecían a las miradas del señor Jeremías Roedor y su feo hijo numerosos y variados objetos en la calle Fleet, mientras el padre estaba sentado en su taburete. Con una paja en la boca el señor Jeremías observaba la corriente humana que iba en dos direcciones, con la esperanza de que se presentara la ocasión de realizar algún negocio, pues una parte de los ingresos del señor Jeremías la ganaba sirviendo de piloto a algunas tímidas mujeres, muchas de ellas en la segunda mitad de su vida, para atravesar la calle de una parte a otra. Mas a pesar de que aquellas relaciones habían de ser forzosamente de breve duración, nunca el señor Roedor dejaba de expresar su ardiente deseo de tener el honor de beber a la salud de la mujer que acompañaba. Y los regalos que recibía con motivo de este benévolo propósito, constituían una parte de sus ingresos, como ya se ha dicho.
Estaba un día el señor Roedor en uno de los momentos más desagradables, pues apenas pasaban mujeres y sus negocios tomaban tan mal cariz, que llegó a sospechar que su esposa estuviera rezando contra él, según tenía por costumbre, cuando le llamó la atención numeroso gentío que seguía por la calle Fleet hacia el oeste. Mirando en aquella dirección el señor Roedor se dio cuenta de que era la comitiva de un entierro y que, al parecer, los ánimos estaban excitados contra él, pues se oían numerosas protestas.
-Un entierro, pequeño -dijo a su retoño. -¡Viva! -exclamó el joven Roedor.
El muchacho dio a este "viva" un significado misterioso, pero ello sentó tan mal al autor de sus días, que dio a su hijo un papirotazo en la oreja.
-¿Qué es eso? -exclamó el padre.- ¿Por qué das un viva? ¡Que no vuelva a oírte, porque, de lo contrario, nos veremos las caras!
-No hice nada malo -protestó el joven Roedor frotándose la mejilla. -Mejor es que te calles. Súbete al taburete y mira.
Obedeció el hijo mientras se acercaba la multitud silbando y gritando en torno de un mal ataúd en un coche fúnebre bastante destartalado, y al que seguía un solo plañidor vestido con el traje del oficio, nada nuevo, que se consideraba indispensable para la dignidad de su posición. De todos modos esta posición no parecía agradarle, en vista de que la multitud lo rodeaba gritando, burlándose de él, haciéndole muecas y exclamando a cada momento: "¡Espías! ¡Mueran los espías!" y otros cumplidos por el estilo, aunque imposibles de repetir.
Los entierros habían tenido siempre especial atractivo para el señor Roedor, quien parecía excitarse cuando una de las fúnebres comitivas pasaba ante el Banco Tellson. Y como es natural un entierro con tan extraño acompañamiento como aquél, despertó aún más su interés y preguntó al primer hombre que pasó por su lado:
-¿Qué ocurre?
-No lo sé -le contestó el interpelado.- ¡Espías! ¡Mueran los espías!
En vista de que no le habían contestado lo que deseaba, el señor Roedor preguntó a otro hombre quién era el muerto.
-Lo ignoro -contestó éste. Y en seguida se llevó las manos a la boca a guisa de bocina y gritando con el mayor entusiasmo: -¡Espías! ¡Mueran los espías!
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Historia de dos ciudades, Charles Dickens
ClassicsEsta novela es un clásico de la literatura inglesa del siglo XIX. Trata paralelamente las realidades de Inglaterra y de una Francia revolucionaria. Tomando como punto de referencia la revolución francesa, Dickens muestra los problemas sociales y pol...