Capítulo V, el aserrador

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Un año y quince meses. Lucía no sintió un momento de tranquilidad durante este tiempo y a cada momento temía que la Guillotina cercenara la cabeza de su marido.

Todos los días pasaban por las calles las carretas llenas de condenados, entre los cuales había lindas jóvenes, hermosas mujeres, cabezas de cabello negro, castaño, y blanco; aristócratas y gente del pueblo, todos proporcionaban vino rojo a la Guillotina y aplacaban su inextinguible sed. Libertad, Igualdad y Fraternidad o Muerte... esto último mucho más fácil de conceder, ¡oh, Guillotina! Si Lucía hubiese permanecido ociosa, no hay duda de que habría ido a parar a la tumba o al manicomio, pero en cuanto estuvieron establecidos en su nueva vivienda y su padre entró de lleno en el ejercicio de su profesión, Lucía se ocupaba en los quehaceres de la casa, exactamente de la misma manera que si su marido viviera con ella. La pequeña Lucía recibía sus acostumbradas lecciones igual que en su casa de Inglaterra y la ilusión que se forjaba la madre de que en breve estarían todos reunidos y las preces ardientes que dirigía al cielo especialmente por su querido preso, eran casi los únicos consuelos de que disfrutaba.

En apariencia no había cambiado gran cosa. El traje negro que ella y su hija llevaban estaban tan cuidados como otros más alegres que llevaran en tiempos felices. Perdió algo su color, pero siguió siendo tan linda y agradable como siempre. A veces cuando por las noches besaba a su padre, dejaba correr las lágrimas que contuviera durante todo el día, pero él le aseguraba que nada podía ocurrir a Carlos sin que lo supiera y que nadie más que él sería capaz de salvarlo.

No habían transcurrido muchas semanas cuando una tarde, al llegar a casa, le dijo su padre:

-Querida mía, hay en la prisión una ventanilla alta, a la que Carlos puede llegar a veces, hacia las tres de la tarde. Cuando tal cosa ocurra, y ello depende de muchas incidencias imposibles de prever, cree que podría verte en la calle, si te situabas en determinado lugar que yo te indicaría. Pero tú no podrás verle, pobre hija mía, y aunque pudieses sería imprudente hacer la menor señal o saludo al preso.

-¡Oh, padre mío, indícame el lugar; quiero ir allí cada día!

Desde aquel día y cualquiera que fuese el tiempo, esperaba allí dos horas. Estaba ya en su sitio, al dar las dos y se volvía resignadamente a las cuatro. Cuando el tiempo lo permitía se llevaba consigo a la niña, pero nunca dejaba de ir a la hora indicada.

El lugar era una callejuela sin salida y la única puerta que tenía pertenecía al taller de un aserrador de madera. Este, al tercer día de ir Lucía, la vio.

-Buenos días, ciudadana. -Buenos días, ciudadano. -¿Paseando, ciudadana? -Ya lo ves, ciudadano.

El aserrador, que había sido peón caminero, miró hacia la prisión, se cubrió el rostro con los dedos, cual si fueran los hierros de una reja y fingió mirar burlonamente.

-De todas maneras no es asunto mío -dijo. Y continuó su labor.

Al día siguiente esperaba ya a Lucía y se le acercó en cuanto apareció. -¿Otra vez por aquí, ciudadana?

Historia de dos ciudades, Charles DickensDonde viven las historias. Descúbrelo ahora