Capítulo II, la piedra de afilar

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El Banco Tellson, establecido en el barrio de San Germán, de París, ocupaba un ala de una casa muy grande y estaba separado de la calle por una pared alta y una fuerte reja. La casa había pertenecido a un poderoso noble que tuvo que huir disfrazado con la ropa de su cocinero, y aunque quedó reducido a la condición de pieza de caza que persiguen los cazadores, continuaba siendo el mismo Monseñor, que en la preparación de su chocolate necesitaba de los servicios de tres hombres vigorosos, sin contar el cocinero.

Sus servidores huyeron también y, naturalmente, la casa fue confiscada. Y los decretos se sucedían uno a otro con tal rapidez, que en la tercera noche de septiembre los patriotas, emisarios de la ley, habían tomado posesión de la casa de Monseñor, la señalaron con la bandera tricolor y estaban bebiendo aguardiente en los majestuosos salones.

La instalación del Banco Tellson en París habría parecido tan extraordinaria y poco respetable a sus clientes londinenses, que muy pronto le habrían retirado su confianza, porque ¿qué respetabilidad podrían haber indicado unos naranjos en el jardín y un cupido presidiendo las operaciones? Es verdad que lo habían blanqueado con cal, pero aun era visible. Mas en París, Tellson podía permitirse eso sin que nadie se escandalizara ni se resintiera el crédito de la casa.

¿Cuánto dinero quedaría allí perdido y olvidado, cuántas cuentas corrientes sin saldar y cuántas joyas olvidadas en las cámaras secretas de la casa? El señor Jarvis Lorry no podía contestar a esta pregunta, que se había formulado varias veces y su rostro honrado tenía una expresión que solamente podía infundir el horror.

El anciano ocupaba algunas habitaciones en la misma casa, que resultaba más segura precisamente por la vecindad de la ocupación patriótica, aunque él nunca estuvo convencido de ello. Pero todo eso le era indiferente, absorbido como estaba en el cumplimiento de su deber. En el lado opuesto del Patio, bajo una columnata, se veían todavía algunos de los carruajes de Monseñor Y en dos de las columnas estaban sujetas otras tantas antorchas, a cuya luz se divisaba una piedra de afilar de gran tamaño tal vez procedente de alguna herrería Cercana. El señor Lorry, mirando aquellos objetos inofensivos, sintió un estremecimiento y se retiró junto al fuego después de cerrar la ventana.

Llegaban a la estancia los confusos ruidos de la ciudad, destacándose a veces uno, extraño y fantástico y aparentemente terrible, que parecía subir al cielo.

-Gracias a Dios -se dijo el señor Lorry -no hay nadie que me sea querido esta noche en París. ¡Dios tenga piedad de los que se hallan en peligro!

Poco después resonó la campana, de la puerta principal y murmuró: -Sin duda vuelven.

Y se quedó escuchando, pero no oyó ruido alguno en el patio, como esperara, y después de cerrarse la puerta reinó nuevamente el silencio.

La inquietud que se había apoderado de él le hizo sentir ciertos temores por el Banco. Estaba bien guardado y confiaba en las fieles personas a quien es encomendara la vigilancia, cuando, de pronto, se abrió repentinamente la puerta y entraron dos personas cuya aparición le causó indecible asombro.

¡Lucía y su padre! ¡Lucía que le tendía los brazos con la mayor ansiedad reflejada en el rostro!

Historia de dos ciudades, Charles DickensDonde viven las historias. Descúbrelo ahora