CAPÍTULO 11

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Al caer la tarde, Roque espera el momento en el que pueda correr libremente. Le abro la puerta y éste salta, corre, se divierte. Voy tras él, con una sonrisa en mi cara, el perro corre, haciendo círculos a mi alrededor. Una gota de agua cae sobre mi mano, resbala y cae al suelo. Está lloviendo. Entramos a casa. De repente, un ruido atormentador hace que dé un brinco, segundos más tarde tomo conciencia de que ha sido un trueno. Voy a la cocina, donde me preparo algo de comer, no tengo escasez de comida, pero tengo que admitir que mis armarios y estanterías están más vacíos, pero no tengo dinero para comprar más, me lo gasté todo en aquel insignificante objeto que se suponía que podría lograr que yo hablara con mi madre. Además, Juan ha muerto misteriosamente y nadie puede transportarme al pueblo para obtener mis necesidades.
-Si seguimos así, tendremos que alimentarnos de las plantas del bosque.
Digo mirando a Roque.
La luna llega a su máximo esplendor, pero llueve sin cesar. Es el momento de irme a la cama, o mejor dicho, de que nos vayamos a la cama. Antes de ello, voy al sofá, cojo el cojín y lo pongo en el suelo.
-Roque, esto es lo único que tengo para que puedas dormir. Nunca esperé tener un perro en casa.
Roque sube encima del cojín, se acuesta. Subo por las escaleras hasta llegar a mi cuarto. Me acuesto, agarrando mis sábanas a más no poder. Duermo plácidamente, hasta que mis ojos se abren por casualidad. Miro a la puerta, no me atrevo a pestañear, la señora que me observaba cuando salí al bosque estaba ahí, en mi puerta, mirándome fijamente. Su pelo está despeinado, es castaño, sus ojos son marrones y viste con un largo vestido blanco. Mi cerebro da un par de vueltas antes de hablar. Me trae un cierto parecido a alguien.
-¿Mamá?.

Hay alguien en casaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora