XIV. La relatividad del tiempo

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Poco me importaban los mortales

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Poco me importaban los mortales.

Nunca me importaron, mi tiempo lo pasaba rodeado de seres inmortales, eternos y longevos, capaces de sobrevivir el paso de los años junto a mí. Los mortales eran poca cosa, meros personajes superfluos con los que no valía la pena formar un vínculo porque eran necios, violentos y morían fácil. Conocí a la humanidad cuando estaba muriendo por la plaga y los pocos vivos y "sanos" se dedicaban a cazar a los de mi clase, la simpatía que tenía por ellos no existía del todo. Los mortales solo estaban de entretenimiento y adorno.

A diferencia de algunos conocidos, nunca sentí conexión con un mortal. No como mamá, que llevaba la pérdida grabada en los ojos y en los recuerdos por la eternidad y que aún se esforzaba en recordarme cuanto dolía querer a algo tan efímero. Ella se negaba a decirlo en voz alta pero sabía que detrás del dolor, existía algo que quizás nunca me diría: pese a la desgracia que significaba querer a un mortal, siempre valía la pena por la vida que se disfrutaba junto a él.

Siempre lo creí innecesario. Incluso algo tonto cuando la encontraba de joven añorando los días que pasó con su querido rey, y cuando crecí y la magia ya era algo latente en mí, que viví en carne y huesos el amor que nació en sus ojos cuando conoció a otro, que fui testigo del cambio en esa mujer cuando la vida se lo arrebató y le ofrecí tantas soluciones como olvidarlo...pero ella jamás quiso.

Jamás fue opción deshacerse del dolor.

Jamás era una opción olvidar que alguna vez, esa vieja bruja amó a alguien que no era su sangre.

Nunca lo entendí ¿por qué sufrir cuando teníamos el poder de olvidar con solo el chasquido de unos dedos? ¿Por qué aferrarnos al daño cuando podíamos desecharlo y ofrecerlo por más poder?

Eso eran los mortales para mí, compañía efímera. ¿Qué si necesitaba de ellos? Sí, trataba con mortales, terminé rodeándome de ellos y conviviendo, pero no era nada más allá de un fingido interés.

Hasta que la edad moderna llegó, cuando los altos árboles fueron suplantados por enormes edificios capaces de llegar al cielo, la mano humana reemplazada por máquinas y los sujetadores puntiagudos por el push up. La gente cambió, el mundo se volvió más liberal y a la vez más crítico (porque a decir verdad antes podía disfrutar excelentes orgías en Roma y nadie perdía la cabeza como en estos tiempos...), dejaron de importarles cosas como cazar brujas y matar herejes y ahora se preocupaban por los derechos animales y esas cosas raras. El ser humano era una especie extraña.

Pero aun así, nadie se había ganado el puesto de 'Mortal especial', ya que regía mi vida bajo una sola regla, la misma regla que mi madre me inculcó todo el tiempo: Nunca te encariñes con ellos; y pese a que yo pudiera decir o demostrar lo contrario, mi madre era una figura inquebrantable, así que siempre trataba de seguir sus consejos, aunque ella siempre rompiera sus propias reglas.

Y, muy dentro de mí, nunca quise sufrir como la vi a ella hacerlo. Me aterraba pasar por ese dolor.

No mentiré al decir que jamás tuve algo con un mortal. Fueron muchos los que pasaron por mí, pero nunca hubo un verdadero sentimiento más allá de deseo o una pequeña pizca de importancia, pero era algo de lo que podía desprenderme fácil. Era indiferente hacia ello, siempre guiándome por el dogma "No te encariñes con mortales" así que no lo hice.

La filosofía de Rex Gold.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora