XXVII. Vitam per mortem

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Había cosas más dolorosas que un filoso cuchillo o un arma mortal

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Había cosas más dolorosas que un filoso cuchillo o un arma mortal. Por ejemplo, la mirada de decepción de personas importantes en tu vida.

Eran ojos húmedos y turbios con rabia y dolor. Era una decepción palpable, como si todo cayera a sus pies. Y no había peor tortura que ver esas miradas dirigidas a mí, capaces de romperme sin esfuerzo, de destrozarme en solo segundos. No podía lidiar con ellas como creí. Porque las esperaba desde el momento que decidí entregarme, pensaba que podría tener una actitud firme y pétrea ante la sorpresa que sabía que tendrían. También esperaba el dolor, en especial viniendo de Paris. Pero no esperaba ver decepción en Christine, en Gen, en el resto.

Y no podía soportarlo.

No había pensado en ellos y había sido mi más grande error. Podía ver su decepción y el dolor que les causaba, aun cuando las máscaras seguían en sus rostros. Quizás esa era la peor parte: que era un dolor tan grande, que incluso a través de una porcelana fría y encantada podía sentirse y quemaba igual.

Jamás iba a olvidar la mirada de Paris detrás de la máscara.

Esa mirada iba a perseguirme toda la vida. Si es que acaso no me mataban.

No supe a donde me llevaron, todo pasó tan rápido que no presté atención a nada. Solo que ninguno de los que había decepcionado se había encargado de trasladarme. No me ataron, pero si me colocaron brazaletes de metal encantado, y yo totalmente desprotegido sin nada que pudiese ayudarme, me quemaron y dolieron como nunca antes, ardiendo en mi piel, pero no me quejé. Me cubrieron la cabeza con un saco grueso y me metieron en la parte trasera de una camioneta. Supongo que el viaje fue largo, porque me pareció eterno con mis sentidos imposibilitados y en compañía de mi viejo amigo, el silencio.

Olía a sal marina y escuchaba al mar, así que supuse que estaríamos en los muelles de la ciudad. Fue más tranquilo de lo que pensé.

Me habían metido a un lugar hecho especialmente para mí.

Lo sentí apenas entré, fue incluso peor que entrar a la casa de Paris o de su familia. Mientras me arrastraban dentro agradecí tanto que estuviesen sosteniéndome porque fue repentino: el golpe que me sacó el aire, la sensación que quemaba por dentro, el tirón en mis entrañas. La debilidad que vino de inmediato, el vacío que dejó todo después. De no haber estado sostenido, hubiese caído. Tambaleé, y los sentí tirar de nuevo de mí para enderezarme pero el dolor seguía ahí, obligándome a retorcerme por un dolor que me arrancó el aire y quemó por doquier. El dolor de la magia intentando vivir en mí, pero siéndole imposible.

Me soltaron aun con el aire faltándome, aun adolorido. Choqué las rodillas contra el suelo y me quitaron el saco de la cabeza, cegándome por la luz intensa. Joder. Me costó acostumbrarme, y todavía sin hacerlo, escuché la puerta cerrarse a mis espaldas; si no estaba atado era por una simple razón: era imposible salir de ahí.

La filosofía de Rex Gold.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora