Capitulo 3

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Hermana agua, hermano fuego

Junio. Nos dicen que el invierno ha sido muy duro y en primavera han prodigado inusualmente las flores. Quedan aún amapolas y la fragancia de la retama impregna todavía el ambiente. La casa tiene el aspecto de haber seguido empapándose de sol durante los meses que he estado ausente. El acabado que todos los pintores han intentado conseguir desde el principio de los tiempos, las estaciones lo manejan admirablemente. Aparte de eso, todo sigue igual, y siento como si no hubieran pasado más que unos días desde que me marché. Hace apenas un instante estaba cortando malezas, y aquí estoy otra vez, aunque me detengo con frecuencia. Estoy esperando al hombre de las flores.

Un ramito de adelfa, un puñado de dauco vulgar e hinojo, atado todo con un tallo; un ramo entero de escaramujo, vilanos de dientes de león, botones de oro y minúsculas flores de lavanda... cada día aguardo para ver qué ha traído al altar que hay situado al principio del sendero de acceso a mi casa. Cuando vi las flores por primera vez, pensé que quien las traía era una mujer. Que pronto la vería con su bonito vestido estampado, con una cesta de la compra colgada de los manillares de una bicicleta desvencijada.

Una mujer encorvada con un chal rojo viene temprano algunas mañanas. Besa las yemas de sus dedos, luego toca con ellos a la María de cerámica. También he visto a un hombre joven detener su coche: baja un momento y desaparece rápidamente en su coche. Ninguno traía flores. Entonces, un día, vi que un hombre se acercaba por el camino que viene de Cortona. Su paso era lento y digno. Oí el crujir de sus pies detenerse un momento. Más tarde encontré una mata recién cortada de guisantes de olor en el altar, y los ásteres silvestres de ayer tirados en la pila con otros ramos marchitos o mustios.

Ahora le espero. Él examina lo que ofrecen los campos y el margen del camino, se inclina y coge lo que le apetece. Siempre aparece con algo diferente, y trae nuevas plantas a medida que florecen. Yo estoy más arriba, en una terraza, cortando la hiedra de los muros de piedra y tronchando las ramas secas de árboles descuidados. La profusión de flores me impulsa a detenerme cada pocos minutos. No conozco muchas flores en inglés, mucho menos en italiano. Una planta, con la forma de un pequeño árbol de Navidad, está salpicada de flores blancas. Creo que tenemos gladiolos rojos silvestres. Las laderas de la colina están cubiertas literalmente de un manto de robustas amapolas, cuya desbordante exuberancia se ve atemperada por la presencia de pequeños grupitos de lirios azules que ahora, al marchitarse, se tornan de un gris plomizo. La hierba roza mis rodillas. Cuando me detengo un momento, veo que el peregrino se acerca. Se detiene en el camino y me mira. Le saludo con la mano, pero él no devuelve el saludo, se limita a mirarme con expresión indiferente, como si yo, una extranjera, fuera una criatura que no es consciente de que la miran, un animal del zoo.

El altar es la primera cosa que ves cuando vienes a la casa. Este tipo de altares son comunes por aquí, cavados en muros de piedra, con una María de porcelana sobren fondo azul, al estilo de Della Robbia, centrada en un nicho en forma de arco. He visto otros altares por el campo, polvorientos y olvidados. Ésta, por alguna razón, está activa.

Este caminante, con su abrigo echado sobre los hombros y su paso lento y contemplativo, es un hombre mayor. Una vez me crucé con él en el parque de la ciudad y me dijo con expresión grave: «Buon giorno», pero sólo después de que yo hablara primero. Se quitó la gorra de la cabeza y pude ver una franja de pelo blanco rodeando su coronilla, que reluce como una bombilla. Sus ojos parecen nebulosos y remotos, de un azul pétreo. También lo he visto en la ciudad. No es un hombre gregario, no se reúne con los amigos en el bar para tomar un café, no se detiene cuando cruza la calle mayor para saludar a nadie. Empiezo a pensar que posiblemente sea un ángel, porque siempre lleva el abrigo echado sobre los hombros y parece que nadie lo ve, excepto yo. Recuerdo un sueño que tuve la primera noche que pasé aquí: yo iba a descubrir cien ángeles uno a uno. Sin embargo, este ángel tiene cuerpo. Se seca la frente con un pañuelo. Tal vez nació en esta casa, o amó a alguien que vivía aquí. O puede que los puntiagudos cipreses que bordean el camino, cada uno en memoria de uno de los jóvenes de la ciudad que murieron en la primera guerra mundial (tantos para una ciudad tan pequeña), le recuerden a algún amigo. Su madre era una belleza y un carruaje la atropello en este lugar. O su padre era inflexible como el látigo y le prohibió volver a entrar en la casa. Cada día da las gracias a Jesús por haber salvado a su hija de las manos de los médicos en Parma. O tal vez éste sea simplemente el punto donde concluye su paseo diario, un bonito hábito, un tributo al dios del paseo. Sea como fuere, no sé si debo quitar el polvo del rostro de María, o limpiar el azul con un trapo para que luzca más, o incluso perturbar el montón de ramos rígidos que se amontonan en el suelo, aún intactos. Hay vida en los lugares antiguos, y nosotros siempre los profanamos. Ese hombre me hace sentir que hay amplios círculos rodeando la casa. Con los años, aprenderé lo que puedo tocar y lo que no, y cómo debo tocarlo. Me imagino a las cinco hermanas de Perugia que conservaron esta propiedad familiar dejando que se formara una capa de moho blanco y mullido en las habitaciones de piedra cerradas, permitiendo que las parras estrangularan los árboles, que las ciruelas y las peras cayeran maduras al suelo verano tras verano. No querían desprenderse de ella. ¿Se levantaban todas a la misma hora cuando eran más jóvenes, abrían los postigos de sus cinco habitaciones y aspiraban la misma bocanada de aire fresco? Éste o algún otro, era el recuerdo que la casa conservaba para ellas.

Bajo el Sol de ToscanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora