Capitulo 13

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Un mundo flotante: Una temporada de invierno

Hay algo tan inevitable como el parto que llega siempre con las Navidades. Siento la necesidad de cocinar. Añoro terriblemente las galletas en forma de estrella, los helados de mandarina, los pasteles de caramelo, cosas en las que no pienso durante el resto del año. E incluso cuando me prometo que me complicaré lo menos posible, acabo haciendo los terribles jetties de Martha Washington que mi madre hacía cada año en el porche de atrás. Hay que hacerlos en un sitio fresco porque la crema, el azúcar y las bolitas de fondant de pacana tienen que sumergirse pinchadas en un palillo en un baño de chocolate y hay que esperar a que el chocolate solidifique un poco antes de colocarlas en la bandeja con papel encerado. Evidentemente, el chocolate de la fuente se endurece con frecuencia y hay que ir una y otra vez a la cocina para recalentarlo. Mi madre preparaba jetties y más jetties porque sus amigas los esperaban impacientes. Todos decíamos encontrarlos demasiado empalagosos, pero comíamos y comíamos hasta que nos dolían los dientes. Aún conservo la jarra de cristal tallado en la que pasaban su breve existencia.

El otro clásico eran las pacanas asadas con mantequilla y sal; las arterias se me tensan sólo de pensarlo: las comíamos de medio kilo en medio kilo. No hay Navidad que pueda prescindir de ellas, aunque suelo dar la mayoría a los amigos y guardo sólo una pequeña lata para la casa. Para los invitados, claro.

Este año, no hay jetties. Pero tendremos que aprovechar nuestra cosecha de almendras, así que las almendras asadas parecen inevitables. Con este tiempo es indispensable la marmita de sopa roja. Para la llegada de Ashley y Jess estoy preparando la olla grande de ribollita, una sopa para el final de un día de trabajo en el campo o, así me lo parece, para después de un viaje desde Nueva York.

«Recalentada» es una traducción poco atractiva y, evidentemente, es como tantos otros platos de la cocina campesina, una sopa fruto de la necesidad: judías, verduras y mendrugos de pan.

Las comidas del invierno han hecho que comprenda la cocina toscana a un nivel más profundo. La cocina francesa, el primer amor de mi vida, parece estar a años luz: la evolución de la tradición burguesa frente a la de la tradición campesina. Un libro de cocina local habla de la cucina povera, la «cocina pobre», como el origen de la ahora prolífica cocina toscana. Los tortelloni in brodo, que aquí son una tradición navideña, parecen algo muy sofisticado. Tres media lunas de pasta rellena humeando en un cuenco de caldo claro..., pero ¿qué hay más frugal que combinar unos restos de tortelloni con caldo? Más que la pasta, la verdadera base de esta cocina es el pan. Las sopas o las ensaladas de pan, que parecen tan suculentas e imaginativas en los restaurantes de California, eran básicamente una forma de aprovechar las sobras, probablemente cuando en la casa había poco más que un poco de caldo y aceite para trabajar. El ejemplo más claro de la cocina pobre lo constituye sin duda la acquacotta, «agua hervida», sin duda un pariente de la sopa de piedra. Su presentación varía considerablemente de un lugar a otro, pero siempre se prepara sobre una base de agua y pan. Por suerte, los productos comestibles silvestres abundan aquí en los márgenes de los caminos: un manojo de menta, setas, pimpinela dulce y otras verduras, pueden enriquecer considerablemente el sabor del agua hervida. Si se tenía a mano un huevo, se añadía a la sopa en el último minuto. El hecho de que la cocina toscana siga siendo tan simple es un tributo a la habilidad de aquellas campesinas, que cocinaban tan bien que hasta ahora nadie ha sentido la necesidad de buscar nuevas formas.

Ashley y Jess llegan con una hora de diferencia, un milagro de la sincronización, ya que ella viene de Chiusi, después de llegar allí en tren desde Roma, y Jess llega a Camucia desde Pisa y Florencia después de venir en avión desde Londres.

Recogemos a Ashley y luego recorremos a toda prisa los cuarenta minutos de vuelta a Camucia y llegamos justo cuando Jess baja del tren.

La gente que los hijos traen a casa suele ser problemática. Una vez, cuando alquilamos una casa en el Mugello norte de Florencia, vino un amigo de Ashley que estaba obsesionado con Thomas Wolfe e iba en el asiento de atrás inmerso en la lectura de El ángel que nos mira. Recorrimos como locos toda Toscana para enseñarles las obras de Piero della Francesca (los dos eran artistas), pero él se limitó a ir pasando páginas y a suspirar de vez en cuando. Una vez levantó la vista de su libro y vio las pacas de heno doradas y circulares en los adorables campos y dijo: «Qué bonito, parecen esculturas de Richard Serra.» Nunca estuvimos seguros de que le hubiera llegado nada más. Una chica que Ashley trajo sufría terribles dolores de muelas, excepto cuando se mencionaba salir de compras. Milagrosamente se recuperaba para comprar todo lo que veía —tenía un gusto excelente para el diseño

Bajo el Sol de ToscanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora