Volverse italiano
El Ed italiano es un hacedor de listas. En la mesa del comedor, en la mesita de noche, en el asiento del coche, en los bolsillos de camisas y jerseys, en todas partes encuentro trozos doblados de papel y sobres arrugados. Hace listas de lo que hay que comprar, lo que hay que hacer, planes a largo plazo, listas con cosas del jardín, listas de listas. Mezclando el inglés y el italiano, con la palabra que sea más corta. A veces sólo conoce la palabra italiana, si se trata de alguna herramienta específica. Tendría que haber guardado las listas que hizo durante la restauración de la casa y empapelar con ellas un lavabo, como hizo James Joyce con las cartas de rechazo de los editores.
Hemos intercambiado nuestros hábitos: en casa, él normalmente no hace ni la lista de la compra; yo, en cambio, hago montones de listas, sobre las cartas que tengo que enviar, las tareas de la casa, y sobre todo con mis objetivos para cada semana. Aquí no suelo tener ningún objetivo.
Es difícil advertir en uno mismo los cambios en respuesta a un nuevo lugar, pero verlos en otra persona es fácil. Cuando empezamos a venir a Italia, Ed era un adicto al té. Cuando aún no estaba licenciado, se tomó un semestre libre para estudiar por su cuenta en Londres. Vivía en un estudio sin agua caliente cerca del Museo Británico y se mantenía a base de tazas de té con leche y azúcar entre sus lecturas de Eliot y Conrad. Desde luego, el espresso es pandémico en Italia; el sonido del vapor puede oírse en todas las piazzas. El primer verano que pasamos en Toscana, recuerdo que Ed no dejaba de observar a los italianos cuando entraban en un bar y pedían «un caffe». Por aquel entonces, era raro ver un espresso en Estados Unidos. Cuando Ed pedía su café, usualmente el barman le preguntaba: «Nórmale?» Debían de pensar que el turista se equivocaba. Nosotros pedimos grandes tazas de café marrón, como lo llaman los italianos con un deje de asombro.
«Sí, sí, nórmale», respondía él, algo impaciente. No tardó en aprender a pedir con autoridad, y nadie volvió a preguntar. Ed veía que los autóctonos lo bebían de un trago en vez de ir dando sorbitos. Se fijaba también en las diferentes marcas que usaban en cada bar: Illy, Lavazza, Arena, Río. Empezó a hacer comentarios sobre la crema. Siempre lo tomaba negro.
«Su vida debe de ser muy dulce —le dijo un barrista— si toma el café tan amargo.» Luego empezó a fijarse en los azucareros que todos los bares tienen, en la forma en que el barman colocaba el platillo y la cucharilla, y después empujaba el azucarero hacia ti y lo abría con un ademán. Los italianos se echan una cantidad increíble de azúcar..., dos o tres cucharadas bien llenas. Un día me sorprendió ver que Ed también se echaba todo ese azúcar. «Lo convierte casi en un postre», me explicó.
El segundo año que visitamos Italia, volvió a casa al final del verano con una La Pavoni comprada en Florencia, una máquina de acero inoxidable con un águila en la parte de arriba, un clásico que funciona manualmente. Y así, me convertí en beneficiaría de los capuchinos que me traía a la cama, y nuestros invitados, de espressos servidos en minúsculas tacitas que compró en Italia.
Aquí también ha comprado una La Pavoni, aunque ésta es automática. Antes de irse a dormir, se toma una última taza de elixir, o en casa o en la ciudad. Hay algo que le atrae en el hecho de pedir en un bar. A veces tienen máquinas La Faena de la era Decó, otras, máquinas Ranchillios, más chic. Examina la crema, menea la taza una vez y lo bebe de un trago. Dice que le da fuerzas para dormir.
La segunda experiencia cultural a la que se entregó con entusiasmo fue la de conducir. La mayoría de las personas que vienen de viaje dicen que conducir en Roma es toda una experiencia, que los viajes diarios por la autostrada son exámenes de valor y que las carreteras de la costa de Amalfi son el mismísimo infierno. «Esta gente sí que sabe conducir», recuerdo que me dijo una vez cuando pasaba con nuestro Fiat alquilado y de escasa potencia al carril de adelantamiento con el intermitente puesto. Un Maserati que vimos venir a toda velocidad por el espejo retrovisor nos obligó a ponernos otra vez en el carril de la derecha. No tardó en empezar a alabar las maniobras arriesgadas.
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Bajo el Sol de Toscana
عاطفيةFrances Mayes es una escritora estadounidense de 35 años cuyo reciente divorcio le ha sumido en una profunda depresión que le impide poder escribir. Su mejor amiga, Patti, preocupada por su estado, le regala un viaje de diez días a la hermosa Toscan...