El jardín salvaje
La hora de la sandía..., una pausa deliciosa a mediodía. El de la sandía es seguramente el mejor sabor del mundo, y debo admitir que las sandías toscanas rivalizan en sabor con las que recogíamos en los campos del sur de Georgia cuando era niña. Yo nunca he llegado a dominar el arte de la sandía. Tanto si la sandía está madura como si no, a mí me suena igual. Y, sin embargo, cada sandía que abro parece estar en su punto..., dulce y crujiente. Cuando compartimos una sandía con los trabajadores, observo que ellos se comen la parte blanca y, al terminar, sólo les queda una peladura rala y verde. Aquí, sentada sobre el muro de piedra, con el sol en la cara y una gran tajada de sandía en las manos, es como si tuviera otra vez siete años, absorbida quitándome las pepitas de entre los dedos y dando bocados a esta media luna que chorrea.
De pronto me doy cuenta de que los cinco pinos que bordean el camino de acceso están llenos de actividad. Por el sonido parece como si las ardillas estuvieran rasgando hojas de papel, o mordiendo panini, esos duros bollitos italianos. Un hombre baja de un salto de un coche, coge tres o cuatro piñas y sigue rápidamente su camino. El signor Martini. Espero que traiga noticias y haya encontrado a alguien que pueda arar las terrazas. Elige una de las piñas y la golpea contra el muro de piedra.
Caen piedrecitas negras. Abre una con una piedra y sostiene un óvalo recubierto de una piel oscura. «Pinolo», anuncia. Entonces señala las oscuras cuentas que están esparcidas por el camino de acceso. «Torta della nonna», declara, por si acaso no he captado el sentido. Mejor aún, pienso, pesto para hacerlo con la abundante albahaca que ha resultado de las seis plantas que he plantado. Me encantan los piñones en la ensalada. ¡Piñones! Y los he estado pisando.
Desde luego, ya sabía que los piñones vienen de los pinos. Hasta he inspeccionado los árboles del patio del edificio donde vivo para ver si encontraba piñones por algún sitio. Pero no se me hubiera ocurrido pensar en los árboles que bordean el camino; hasta ahora, para mí no eran más que árboles que no necesitaban atención inmediata. La imagen que he tenido siempre de los pinos era más bien pictórica, como esos árboles a veces atrofiados por los vientos marinos que abundan en muchas ciudades costeras del Mediterráneo, entre los que deambulaba Dante en su exilio de Rávena. En cambio, los árboles que bordean el camino son ligeros y altos.
Imagínatelo, ese simple pino domestico (lo veo en mi guía de árboles) dará sus frutos mantecosos, tan deliciosos cuando se tuestan. Aquí debió de vivir una de esas nonne que hacen pesadas tartas adornadas con pinolo, y hacía deliciosos ravioli con relleno de nocciole molidas, avellanas, y macarrones y otras forte, porque también hay veinte almendros y un avellano que da sombra y se inclina bajo el peso de su cosecha. La nocciola crece con una parte aplanada en la base, como si fuera un broche y pudieras sujetarlo a la solapa. Las almendras están envueltas en suave terciopelo canela.
Incluso el árbol que cayó sobre la terraza y seguramente se está muriendo ha producido una abundante cosecha. Tal vez el signor Martini debiera haber vuelto ya a su oficina y tenga que prepararse para enseñar a otros clientes extranjeros casas sin tejado o sin agua, pero se pone a recoger pinoli conmigo. Como la mayoría de los italianos que he conocido, parece tener tiempo de sobras. Me encanta ver la intensidad con la que viven cada momento. La superficie hollinosa de los piñones pronto ennegrece nuestras manos.
«¿Cómo sabe tantas cosas? —le pregunto—. ¿Ha nacido en el campo? ¿Las piñas caen siempre el mismo día?» Con anterioridad me ha dicho que las avellanas están maduras para el 22 de agosto, festivo en honor del extranjero san Filberto.
Me explica que se crió en Teverina, siguiendo el camino que pasa ante la localitá de Bramasole. Vivió allí hasta la guerra. Me encantaría preguntarle si se hizo partisano o le fue fiel a Mussolini hasta el final, pero me limito a preguntar si la guerra pasó cerca de Cortona. Él me señala la fortaleza de los Medici.
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Bajo el Sol de Toscana
RomanceFrances Mayes es una escritora estadounidense de 35 años cuyo reciente divorcio le ha sumido en una profunda depresión que le impide poder escribir. Su mejor amiga, Patti, preocupada por su estado, le regala un viaje de diez días a la hermosa Toscan...