Cortona, noble ciudad
Los italianos siempre han vivido sobre sus tiendas. Los palazzi de algunas de las familias más importantes tienen grandes arcos en el nivel inferior con restos de mostradores que llegan a la altura de la cintura desde donde se solía servir a los clientes conservas de pescado salado de grandes cubas, o donde se trinchaba el cerdo relleno, una tarea que ahora se realiza en camionetas especiales que recorren los mercadillos semanales o venden en las aceras de las calles. Rozo estos gastados mostradores de piedra con la mano al pasar. El vino del palazzo se vendía desde las escasas ventanas que hay a nivel del suelo. La primera planta de muchas grandes casas solía destinarse a almacén. Mi banco de Cortona está situado en la planta baja de la soberbia casa Laparelli, que descansa sobre piedras etruscas. En los pisos superiores, las ventanas se abren a las antiguas arañas en sus grandes brazos de luz. A veces sus habitantes, dos o incluso tres, están asomados a una ventana, contemplando el paso de otro día en la historia de la piazza. La planta baja de las grandes casas que bordean las principales calles comerciales se han convertido en tiendas de ferretería, vajillas, comida o ropa. Para muchos edificios seguramente siempre ha sido así.
En las fachadas, advierto cuántas veces los sucesivos ocupantes han cambiado de opinión. La puerta tendría que estar aquí... No, aquí... Y el arco tendría que ser una ventana, y ¿no sería mejor que incorporáramos este edificio al contiguo o uniéramos en una única fachada las tres casas medievales ahora que el Renacimiento está aquí?
Lo que fuera la lonja medieval de pescado es ahora un restaurante; el teatro privado renacentista es una sala de exposiciones; los lavaderos públicos donde las mujeres lavaban sus ropas siguen en su sitio, esperando la llegada de las mujeres con sus canastas.
Pero el relojero, con su taller de 1,20 x 1,80 m bajo las escaleras del siglo XI de los juzgados, siempre ha estado ahí, aunque ahora cambie las pilas del Swatch de un estudiante de intercambio. Antes soplaba el cristal y cribaba las arenas blancas del mar Tirreno en Populonia para sus relojes de arena. Estudiaba las clepsidras gota a gota. Nunca le he visto de pie. Después de permanecer inclinado durante tantos siglos sobre las minúsculas piezas de sus relojes, su espalda se curva. Su rostro se pierde detrás de las gafas, tan gruesas que sus ojos parecen mirarte desde muy lejos. Me detengo ante su taller y lo veo trabajando, a la luz de una lámpara que siempre cae en el ángulo preciso sobre los infinitésimos mecanismos circulares y los triángulos dorados, sobre los números de las horas de la esfera blanca, cuatro, cinco, nueve, que a veces veo repartidos sobre la mesa.
Tal vez la enseñanza, profesión a la que yo me dedico, también es una actividad inmortal y no me doy cuenta porque el edificio donde imparto mis clases no tiene ese trasfondo temporal. De hecho, es un peligro en caso de terremoto, y lo van a demoler. El próximo otoño nos trasladarán a un edificio nuevo, uno con una estructura flexible adaptada a unos cimientos formados en parte por dunas de arena. El edificio de humanidades, una estructura de posguerra, ya está obsoleto: una existencia de cincuenta años.
En cambio, el zapatero tiene un aura de permanencia en su taller en forma de cueva, con la anchura justa para su banco, su estante de herramientas, los zapatos y un único cliente. Una bota roja como la que lleva un ángel en el Museo Diocesano, mocasines Gucci, playeras azules, y un gastado zapato de trabajo que debe de pesar más que un niño recién nacido. Una pequeña radio de los años treinta lo mantiene en contacto con lo que sucede en el resto de la península mientras limpia mis sandalias y dice que me durarán años.
En la tienda de frutta e verdura es igual, las mismas nectarinas de finales de julio. Los higos están perfectos, pero cuando llegue a casa estarán pasados. Albaricoques, una pequeña bolsa de orejones y lechugas de campo todavía con gotas de rocío. La joven Laparelli, que se convirtió en santa y ahora yace incorrupta en su venerada tumba, se detenía aquí a comprar uvas antes de que dejara de comer para experimentar el sufrimiento de Jesús en carne propia. «Los he cogido de mi huerto esta mañana», le decían, igual que me dice a mí Maria Rita cuando me tiende el melón para que aspire su aroma con esas pulcras manos que tan a menudo están en contacto con la tierra. Cuando me lleva a la trastienda para que vea lo fresca que está, me adentro en el pequeño cubil medieval que siguen siendo muchos edificios detrás de las cortinas de seda y los elaborados ornamentos de fachadas y ventanas. Bajo unos escalones de piedra, tiene una pila para lavar la fruta; luego, otro escalón y estamos en una estrecha habitación de piedra. «Fresca», me dice haciéndose aire con las manos, y me enseña la silla que tiene entre los cajones de madera para descansar cuando no hay clientes. Aunque eso no sucede con frecuencia: la gente compra aquí por su risa contagiosa, así como por la incuestionable calidad de sus productos. Abre seis días y medio a la semana, y además cuida de su huerto. Su marido ha estado enfermo este año, así que también se encarga de subir y bajar los cajones de fruta. A las ocho de la mañana la veo sonriente, limpiando el polvo de su tienda, quitando una mota de una pirámide de enormes pimientos rojos.
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Bajo el Sol de Toscana
RomanceFrances Mayes es una escritora estadounidense de 35 años cuyo reciente divorcio le ha sumido en una profunda depresión que le impide poder escribir. Su mejor amiga, Patti, preocupada por su estado, le regala un viaje de diez días a la hermosa Toscan...