Un paseo de rosas
En las diez horas que paso sentada en mi asiento de pasillo, de camino a París, leo con intensa concentración una historia sobre poesía francesa experimental, la revista de la compañía aérea e incluso el manual de emergencia. Han sido tantas las crisis que he tenido que soportar en el trabajo antes de salir de San Francisco a finales de mayo, que lo único que quería era que me metieran en el avión en una camilla, envuelta en sábanas blancas, que me pusieran aparte del resto del pasaje y la azafata asomara de vez en cuando la cabeza por las cortinillas con una taza de leche caliente... o un martini color zafiro. Me voy una semana antes de que Ed termine sus clases, escapo, en realidad, en el primer avión que sale el día después de la graduación.
Tras una breve espera en Charles de Gaulle, tomo un vuelo de la compañía Alitalia. El piloto no ha perdido el tiempo y ha subido enseguida. Un conductor italiano, pienso, seguro que es un conductor italiano; de pronto sentí vértigo. ¿Estaría tratando de adelantar a alguien? Luego empezó a bajar, casi en picado, hacia el aeropuerto de Pisa. Nadie parecía alarmado, así es que procuré respirar con tranquilidad y traté de sujetar el avión cogiéndome a los brazos del asiento.
Pasaré una noche aquí. Si hubiéramos llegado con retraso, la perspectiva de hacer transbordo en Florencia me habría resultado agotadora. Me inscribo en un hotel y me siento preparada para pasear. La hora de la passeggiata. Veo montones de gente que se reúne, va de visita, de paseo, hace recados. La torre sigue inclinándose, los turistas siguen haciéndose fotos junto a ella, inclinándose también ellos a un lado o a otro.
Las casas de colores pastel y ocre siguen curvándose a lo largo del río como en una acuarela. Mujeres con la cesta de la compra se apiñan en la olorosa panadería. Es maravilloso llegar sola a un país extranjero y sentir el asalto de la diferencia. Los italianos siguen aquí, ocupados en vivir; ni hablan ni tienen el mismo aspecto que yo.
El ritmo de sus días es diferente; soy una completa extraña. Ceno en la terraza de un restaurante de una piazza. Ravioli, pollo asado, judías verdes, ensalada, y media garrafa de un vino tinto local. Luego mi exaltación se desvanece y sobre mí se abate una deliciosa sensación de cansancio. Después de un baño rejuvenecedor con todas las burbujas del hotel, duermo diez horas seguidas.
La primera mañana, el tren me lleva a través de campos cubiertos de rojas amapolas, bosquecillos de olivos y los ya familiares pueblos de piedra. Almiares, monjas de blanco en filas de a cuatro, sábanas que cuelgan de las ventanas, rediles, adelfa, ¡Italia! Miro por la ventanilla todo el camino. A medida que nos acercamos a Florencia, empiezo a preocuparme por si golpeo mi nuevo ordenador portátil mientras intento maniobrar con el bolso. La mayoría de la ropa de verano está ya en la casa, así que viajo ligera de equipaje. Aun así, me siento como un animal de carga, con la bolsa de mano, el ordenador y la bolsa de viaje. De todos modos, siempre me gusta bajar en la estación de Florencia, me trae a la memoria mi primer viaje a Italia hace casi veinticinco años, el exótico sonido del altavoz anunciando la llegada del tren de Roma por el binario undici y la salida hacia Milán por el binario uno, el olor grasiento de los trenes, la gente que viaja a otros lugares.
Afortunadamente, el tren está casi vacío y no tengo problemas para acomodar mis bultos. A medio camino de casa (casa me he dicho a mí misma), pasa un carrito con bocadillos y bebidas. El tren no para en Camucia, así que bajo en Terontola, a unos dieciséis kilómetros, y llamo a un taxi.
Quince minutos después llega un taxi. Cuando ya estoy dentro, un segundo taxi para junto a nosotros y el conductor se pone a gritar y a gesticular. Había dado por sentado que el taxi que llegó era el que yo había llamado, pero no, pasaba por casualidad. No quiere renunciar a la tarifa. Le digo que yo había llamado a ese otro taxi, pero el hombre arranca. El otro golpea la puerta gritando más fuerte, estaba comiendo, ha venido expresamente por la americana, él también tiene que ganarse el pan. La saliva se acumula en las comisuras de su boca y temo que vaya a escupir.
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Bajo el Sol de Toscana
RomanceFrances Mayes es una escritora estadounidense de 35 años cuyo reciente divorcio le ha sumido en una profunda depresión que le impide poder escribir. Su mejor amiga, Patti, preocupada por su estado, le regala un viaje de diez días a la hermosa Toscan...