Festina tarde (apresúrate despacio)
Al salir del aeropuerto de San Francisco, me impresionan el aire fresco y la niebla.
Huele a sal, y al humo de los aviones. El conductor de un taxi cruza la calle para ayudarme con el equipaje. Después de unas palabras de cortesía, los dos callamos y me siento agradecida. Llevo veinticuatro horas de viaje. La última etapa, del aeropuerto JFK, donde Ashley y yo nos despedimos, a San Francisco, parece cruel e inusual, sobre todo por la hora de más que tarda el avión a causa del viento. Sobre las colinas, las casas forman círculos de luz, luego, a la derecha, la autopista pasa casi dejándose lamer por el mar. Espero que aparezca una determinada curva. Al pasarla, la ciudad se eleva de pronto ante mí, claramente recortada contra el horizonte.
Entramos en la ciudad y voy anticipando las impresionantes piscinas sobre las colinas, el destello de una franja o una extensión de agua azul entre los edificios.
Pero en mis ojos, todavía llevo grabadas ciudades de piedra, campos segados, colinas onduladas cubiertas de viñedos, olivos y girasoles; este paisaje me resulta exótico. Empiezo a buscar las llaves de mi casa. Pensaba que las tenía en el bolsillo interior de mi bolso. ¿Y si las he perdido? Dos amigos y una vecina tienen una llave de casa. Me imagino que encuentro sus contestadores automáticos: «Estaré fuera de la ciudad hasta el viernes...» Pasamos ante casas victorianas con los postigos discretamente cerrados, lámparas encendidas en sus balaustres de madera, tiestos con plantas. No hay nadie en la calle, ni siquiera algún perro solitario o alguien que corre a alguna tienda a comprar leche. Siento añoranza al pensar en ciudades llenas de gente que deja las llaves puestas en la cerradura, en la passeggiata de la tarde, cuando todo el mundo sale a la calle, a hacer visitas, comprar, tomar un espresso. He dejado a Ed allí porque en su universidad empiezan más tarde, y porque seguimos soñando con culminar el verano con las vigas arregladas. Cuando me apeo, el taxi desaparece a toda prisa. Mi casa está igual. El rosal trepador se ha hecho más grande y está tratando de encaramarse a las columnas. Finalmente, encuentro la llave junto con las monedas italianas que me quedan. Sister sale a recibirme con un miau lastimero y se restriega rápidamente contra mis tobillos. La cojo para aspirar su olor a hojas húmedas y tierra. En Italia, a menudo despierto pensando que se ha subido a la cama.
Se sube encima de mi bolso y se acurruca para echar una siesta. Se lo merece, por lo que pueda haber sufrido en mi ausencia.
Lámparas, alfombras, cómodas, edredones, pinturas, mesas..., qué asombrosamente cómodo y lleno parece esto después de la casa vacía a once mil kilómetros de aquí. Estanterías llenas de libros, los armarios de cristal de la cocina con sus platos coloridos, jarras, fuentes... Hay tanto de todo... Y la larga alfombra del comedor..., ¡tan suave! ¿Podría marcharme de aquí y no volver la vista atrás? Virginia Woolf, por lo que recuerdo, vivió en el campo durante la guerra. Volvió a toda prisa a su barrio de Londres después de un bombardeo y encontró su casa en ruinas. Esperaba sentirse desolada, pero en vez de eso lo que sintió fue un extraño júbilo. Sin ninguna duda, en mi caso sería distinto. Cuando la tierra tembló, estuve lamentándome durante días por la pérdida de mi chimenea, de mis jarrones y mis vasos de vino. Lo que sucede es que mis pies están acostumbrados a los frescos suelos de cotto; mis ojos, a las paredes blancas y desnudas. Todavía sigo allí, sólo he regresado en parte.
Hay once mensajes en el contestador automático. «¿Ya has vuelto?» «Necesito tu firma en mi solicitud de graduación...» «Llamaba para confirmar su cita...» La asistenta ha dejado una lista con otras llamadas y ha dejado el correo en mi estudio.
Tres montones que me llegan a la altura de la rodilla, basura en su mayoría, que empiezo a pasar compulsivamente.
He estado ausente hasta el último minuto, así es que debo volver a la universidad inmediatamente. Las clases empiezan dentro de cuatro días y, a pesar de los faxes que he enviado desde Italia y el buen hacer de mi excelente secretaria, soy jefa de departamento y tengo que estar presente. A las nueve estoy allí, vestida con pantalones de gabardina y una camisa de seda estampada. «¿Cómo has pasado el verano?», nos preguntamos unos a otros. El inicio de un nuevo año escolar siempre resulta emocionante. Se puede palpar el entusiasmo en el ambiente. Si la librería no estuviera atestada de estudiantes que compran sus libros de texto, probablemente entraría y compraría un suministro de bolígrafos de punta fina, un cuaderno de notas con un índice de cinco materias, y unos cuantos tacos. En lugar de eso, firmo solicitudes, informes, llamo a una docena de personas. Voy a un ritmo frenético, haciendo caso omiso del desfase horario.
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Bajo el Sol de Toscana
RomanceFrances Mayes es una escritora estadounidense de 35 años cuyo reciente divorcio le ha sumido en una profunda depresión que le impide poder escribir. Su mejor amiga, Patti, preocupada por su estado, le regala un viaje de diez días a la hermosa Toscan...