Una casa y la tierra que dos bueyes tardan dos días en arar
Admiro la belleza de los escorpiones. Son como jeroglíficos en tinta negra de sí mismos. Me fascina pensar que pueden orientarse por las estrellas, aunque ignoro cómo pueden saber de la existencia de las constelaciones en los rincones polvorientos que ocupan en las casas vacías. Varios acaban en la bolsa de la aspiradora nueva por error, aunque normalmente tienen más suerte: los atrapo y los meto en una jarra y los libero fuera de la casa. Sospecho de cada taza y cada zapato. Cuando ahueco una almohada de la cama, uno albino aterriza sobre mi hombro desnudo. Perturbamos ejércitos de arañas al sacar la colección de botellas que hay en el armario de debajo de las escaleras. Impresionante, los largos filamentos que tienen por patas y sus cuerpos del tamaño de moscas; hasta puedo verles los ojos. Aparte de estos inquilinos, la herencia de los anteriores ocupantes de la casa se limita a polvorientas botellas de vino vacías..., miles y miles en el cobertizo y el establo. Llenamos contenedores y más contenedores para reciclar vidrio, montones de vidrio que salen de las cajas que hemos llenado y vuelto a llenar. Los establos y limonaia (una habitación del tamaño de un garaje en el costado de la casa que en otro tiempo se usaba para almacenar tiestos de limoneros durante el invierno) están atestados de cazos oxidados, periódicos de 1958, alambre, latas de pintura, desechos varios...
Ecosistemas enteros de arañas y escorpiones se destruyen, aunque horas después parecen haberse recuperado. Busco viejas fotos o cucharas antiguas, pero no veo nada interesante, excepto algunas herramientas de hierro hechas a mano y un «cura», un objeto de madera en forma de cisne con un gancho para sostener una cazuela de brasas calientes que en invierno se ponía debajo de las mantas para calentar las sábanas frías y húmedas. También una ingeniosa escultura que cualquier toscano reconocería al instante, una media luna del tamaño de una mano, con una empuñadura gastada de madera de castaño, que se utiliza para podar vides.
La primera vez que vimos la casa, había curiosas camas de hierro forjado con medallones de la virgen María y de pastores con corderitos en los brazos, cómodas carcomidas, tableros, cunas, espejos manchados, cajas y lúgubres y sangrantes cuadros religiosos de la Crucifixión. El propietario se lo llevó todo —hasta los interruptores de la luz y las bombillas—, con la excepción de un armario de cocina de los años treinta y una horrenda cama roja que no acabamos de decidir cómo bajará por las estrechas escaleras del segundo piso. Finalmente desmontamos la cama y la tiramos pieza a pieza por la ventana. Luego empujamos el colchón como podemos por la ventana y siento que el estómago me da un vuelco cuando lo veo caer como a cámara lenta hasta el suelo.
Los cortoneses, que han salido para su paseo de la tarde, se detienen en el camino para observar nuestra descabellada actividad: el maletero del coche lleno de botellas, un colchón que vuela, yo gritando porque un escorpión me ha caído sobre la camiseta cuando estoy limpiando las paredes de piedra del establo, Ed esgrimiendo una funesta guadaña entre las malas hierbas. Algunos se detienen y preguntan: «¿Cuánto han pagado por la casa?»
Su franqueza me sorprende y me gusta. «Seguramente demasiado», respondo yo.
Una persona recuerda que hace mucho tiempo vivió aquí un artista de Nápoles; pero la casa ha estado vacía desde que la mayoría pueden recordar.
Cada día andamos trajinando y fregando. Nos estamos tostando tanto como las colinas que nos rodean. Hemos comprado utensilios para la limpieza, una cocina nueva y una nevera. Con unos caballetes y dos tablones montamos un poyo para la cocina. Aunque tenemos que traer el agua caliente del baño en un barreño de plástico, nuestra cocina es sorprendentemente práctica. Yo, que durante años he guardado mis trastos en cajas especiales, empiezo a habituarme a un concepto más elemental de lo que es una cocina. Tres cucharas de madera: dos para la ensalada y otra para remover la comida. Una sartén para saltear, cuchillo para el pan, cuchillo para cortar, un rallador de queso, un tarro para la pasta, un molde para el horno, y una cafetera para el espresso. Trajimos algunos viejos cubiertos de picnic y hemos comprado vasos y platos. Estos primeros platos de pasta son divinos. Después de una larga jornada de trabajo acabamos con todo cuanto hay en la mesa y luego caemos rendidos en la cama como aparceros del campo. Nuestro plato favorito son los espagueti con una salsa sencilla que se prepara a base de taquitos de pancetta, bacon sin ahumar rehogado al fuego, luego lo mezclas con un poco de crema y jaramago picado (aquí lo llaman ruchetta), del que tenemos abundantes suministros en nuestro camino y las paredes de piedra. Rallamos encima parmigiano y lo comemos en grandes cantidades. Además de la mejor ensalada de todas, esos sorprendentes tomates cortados en gruesas rodajas y servidos con albahaca troceada y mozzarella, aprendemos a hacer judías blancas toscanas con salvia y aceite de oliva. Por la mañana descascaro las judías y las cuezo a fuego lento. Luego dejo que se pongan a temperatura ambiente antes de aderezarlas con aceite. Consumimos una cantidad asombrosa de olivas negras.
ESTÁS LEYENDO
Bajo el Sol de Toscana
RomanceFrances Mayes es una escritora estadounidense de 35 años cuyo reciente divorcio le ha sumido en una profunda depresión que le impide poder escribir. Su mejor amiga, Patti, preocupada por su estado, le regala un viaje de diez días a la hermosa Toscan...