Reliquias de verano
Las fuentes de todas las iglesias están secas. Paso los dedos por las polvorientas veneras de mármol: ni una sola gota para mi frente abrasada. El calor del julio toscano es invasivo para el cuerpo, pero no para las iglesias de piedra, que conservan la humedad del invierno y despiden durante todo el verano un frescor sombrío.
Cuando entro en una, luego en otra, tengo la sensación de caminar a través de un silencio palpable. Una losa parece descender sobre nuestras voces, o una enorme y fría mano. En la inmensa iglesia de San Biagio, debajo Montepuciano, hay una etérea sensación de calma al entrar. Si te colocas bajo la cúpula, puedes hablar o dar una palmada y muy arriba, en el interior de la cúpula, un eco te devuelve el sonido al instante, no como el que te devolvería el eco desde el otro lado de un lago, sino seco y repetido. Una voz opaca, ultraterrena. Resulta difícil no pensar que hay algún ángel burlón escondido entre los frescos, aunque lo más probable es que allá arriba sólo haya alguna paloma descansando.
Desde que paso los veranos en Cortona, mi mayor sorpresa y alegría ha sido descubrir que me siento como en casa. Pero no es sólo eso, es como si hubiera recuperado la conciencia que por vez primera se tiene del propio hogar. Me siento como en casa por los polvorientos camiones que veo aparcados en los cruces de caminos para vender sandías. El mismo método de palpar para comprobar si están en su punto. El chico sostiene en alto una escala oxidada con discos de diferentes medidas como contrapeso. Los músculos de su brazo sobresalen como los de Popeye y la brisa me trae su olor a pastos secos, cebolla y tierra. En las tormentas fuertes, los rayos aserrados golpean el suelo y el granizo rebota en el patio, trayendo de vuelta el olor a ozono de aquellos tiempos en Georgia, cuando me dedicaba a recoger trozos de granizo del tamaño de bolas de ping-pong y los ponía en la nevera.
Los domingos aquí se visita el cementerio, y aunque las pequeñas parcelas de los pequeños pueblos del Sur son austeras comparadas con este exuberante despliegue de flores casi en cada tumba, también allí hacíamos peregrinajes dominicales a Evergreen con gladiolos o zinnias. Yo me sentaba en el asiento de atrás, con el fresco jarrón azul verdoso entre las rodillas, mientras mi madre se quejaba porque Hazel no había llevado nunca ni una flor, y eso que era su madre quien estaba allí enterrada, no una simple suegra. Estas familias, congregadas en torno a la tumba de Anselmo Arnaldo (1904-1982), tal vez piensen, como hacía la mía, gracias, Señor, por permitir que ese viejo chiflado esté ahí tendido en lugar de volvernos locos a todos.
Noches sofocantes en las que la temperatura del aire se acerca a la temperatura corporal y las cambiantes constelaciones de luciérnagas compiten con las de las estrellas. Noches de mosquitos, dando manotazos al aire al mosquito que se posa en mi pelo. Largos días en los que creo percibir el sabor del sol. Camino por esta casa extranjera como si mis antepasados hubieran dejado su presencia en estas habitaciones. Como si éste fuera el hogar al que uno siempre vuelve.
Estar cerca de una pequeña ciudad otra vez ciertamente refuerza esa sensación. Y estar otra vez en medio de la naturaleza. (Uno de mis alumnos de Los Ángeles vino a visitarme. Cuando lo llevé al lugar en el límite de la propiedad desde donde se ve la impresionante vista del lago, bosques de castaños, los Apeninos, grupitos de olivos y valles, lo cogió por sorpresa. Se quedó mudo, por primera vez desde que lo conozco, y al final dijo: «Bueno, esto es como la naturaleza.») Cierto, la naturaleza. Las masas de nubes llegan desde el Trasimeno y siento el trueno retumbar por mi espina dorsal como retumban las olas mar adentro. En mi cuaderno anoto: «Un rayo ha tocado el lavaplatos. Oímos el chisporroteo. Pero, ¿no es maravilloso? La gigante tormenta, la misma sensación de terror que invadía a los hombres en sus cavernas, junto a sus fogatas. El trueno me sacude como un gatito al que un gato mayor coge por el cuello y me devuelve a casa: estoy tumbada en el suelo a seis mil quinientos kilómetros de aquí, dejando que la lluvia me empape.»
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Bajo el Sol de Toscana
RomanceFrances Mayes es una escritora estadounidense de 35 años cuyo reciente divorcio le ha sumido en una profunda depresión que le impide poder escribir. Su mejor amiga, Patti, preocupada por su estado, le regala un viaje de diez días a la hermosa Toscan...