Aceite verde
—No recojan hoy... demasiada humedad. —Marco nos observa mientras dejamos las canastas para recoger las olivas—. Y la luna no está bien. Esperen hasta el miércoles.
—Está colocando las puertas, dos de madera de castaño que ha engrasado y arreglado, y el resto nuevas. Las ha hecho durante el otoño, mientras estábamos fuera, aunque prácticamente no se distinguen de las viejas. Reemplazarán las puertas huecas que puso nuestro genio de los cincuenta.
Es tarde para la recolección de las olivas. Todos los molinos cierran antes de Navidad, y sólo hemos llegado con una semana de antelación. Fuera, una llovizna gris desdibuja el intenso verde de la hierba, que ha proliferado por las abundantes lluvias de noviembre. Pongo la mano sobre la ventana. Está fría. Marco tiene razón, por supuesto. Si recogemos hoy, las olivas mojadas pueden verse afectadas por el mildiu si no conseguimos acabar y llevarlas hoy mismo al molino. Recogemos las canastas de mimbre que se sujetan a la cintura —tan prácticas para aligerar una rama
— y las sacas azules en las que se cargan las olivas, la escala de aluminio, nuestras botas de goma. Aún no nos hemos recuperado del desfase horario del viaje, pero nos levantamos pronto, porque Marco llega a las siete y media, cuando apenas ha amanecido. Nos dice que vayamos a reservar hora en un molino; tal vez el día se despejará después. Si fuera así, el sol secaría las olivas rápidamente.
—¿Y la luna? —le pregunto. Se encoge de hombros. Él no recogería ahora, lo sé.
Nos gustaría volver a meternos en la cama. Llegamos ayer por la noche y no hemos tenido tiempo de superar las veinticuatro horas de viaje, con tormentas azotando el avión a lo largo de todo el océano. Me dieron ganas de besar el suelo cuando bajamos del avión en la pista de Fiumicino. Tuvimos la disparatada idea de ir a Roma a hacer unas compras, así que, cuando alquilamos un divertido Twingo verde con interior verde menta, ya no podíamos ni pensar. Llegamos a la autostrada en un coche que parece de juguete, completamente exhaustos. Y, a pesar de todo, el paisaje húmedo y vívido nos llenaba de alegría..., ese verde que parece despedir su propia luz interior, los árboles de hojas multicolores que en muchos casos siguen meciéndose. Cuando nos fuimos en agosto, todo estaba seco y marchito; ahora la vegetación nueva se ha reafirmado. Llegamos a casa cuando ya había oscurecido. En la ciudad compramos pan y una cazoleta de cannelloni. El aire parecía henchido y revigorizante; ya no pensábamos sólo en dejarnos caer donde fuera. Laura, la joven que nos limpia la casa, había encendido la calefacción dos días antes, así es que en nuestra primera noche pudimos disfrutar de un pequeño festín junto al fuego del hogar y después nos dedicamos a vagar por las habitaciones comprobando y tocando y saludando a cada objeto. Y luego nos acostamos, hasta que Marco llegó esta mañana. «Laura me dijo que habían llegado. Pensé que les gustaría que colocara las puertas inmediatamente.» Siempre, cuando llegamos siempre hay algo que llevar de A a B. Ed le ayudó a levantar las puertas y las aguantó en su sitio mientras Marco maniobraba para hacer encajar los goznes.
El venerable molino de Sant'Angelo utiliza los métodos más puros, nos dice Marco, prensan en frío las olivas de cada persona por separado, en lugar de exigir a los pequeños productores que mezclen su producto con el de otra persona. Sin embargo, hay que tener por lo menos un quintale, «cien kilos». Nuestros árboles, que aún no se han recuperado del todo de treinta años de descuido, no están en condiciones de darnos un regalo semejante. Muchos no han producido nada.
El molino está impregnado de un fuerte olor oleaginoso y el suelo húmedo resbala, seguramente por el aceite. Las salas en las que se prensan las uvas y las olivas han adquirido los olores del tiempo, con la misma certeza con la que las iglesias desprenden el olor de la fría piedra. Sus jugos sin duda penetran en los poros de los trabajadores. El encargado nos habla de varios molinos donde prensan remesas pequeñas. No teníamos ni idea de que hubiera tantos. Todas sus indicaciones implican girar a la derecha después del pino más alto, o a la izquierda al pasar el montecillo o justo detrás de la cuadra de cerdos.

ESTÁS LEYENDO
Bajo el Sol de Toscana
RomanceFrances Mayes es una escritora estadounidense de 35 años cuyo reciente divorcio le ha sumido en una profunda depresión que le impide poder escribir. Su mejor amiga, Patti, preocupada por su estado, le regala un viaje de diez días a la hermosa Toscan...