Cap 4: Lágrimas de sabor salado

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1 de noviembre, Macht.

Pov: Asteria.

Sábado. No me gustaban en absoluto los sábados, lo cuál era un poco raro, ¿no?

Supongo que en parte se debía a la soledad que reinaba en mi casa los sábados... Aunque pensándolo mejor, no me desagradaba tanto la idea de estar sola. Lo peor no era eso. Lo peor eran los pensamientos y que no había ninguna distracción para ocultarlos.

El día volvía a ser oscuro y, esa vez, ni un rayo de luz se atrevió a entrar por mi ventana. Nada ni nadie se atrevería a entrar ese día a mi cuarto, no cuando yo parecía a punto de estallar en cualquier momento.

Al menos así me sentía.

Llevaba más de media hora despierta y todavía seguía en la cama, mirando hacia arriba y pensando. Pensaba en demasiadas cosas y en nada a la vez.

Pensaba en que la noche anterior había sido rara, tan rara y descontrolada como para que simplemente olvidara lo que había sucedido.

¿Quiénes eran esos zorros? Y, ¿qué era lo que buscaban exactamente? ¿Por qué nos marcaban?

Ascendí mi mano y miré mis dos cicatrices, rojas como la sangre. Recordaba que cuando llegué el viernes a casa, estaban más rojas que nunca y me puse a desinfectarlas. No me habían escocido, ni si quiera dolido, y el color seguía rojo aún un día después.

Bajé el brazo como si no tuviera vida, haciendo que rebotase levemente sobre el colchón.

También pensaba en el chico del pelo multicolor, ¿qué había querido decir con ese "tú"? Sus ojos se habían abierto, como si no creyese lo que sea que estuviese pasando, y después... Hui.

Hui porque no quería respuestas. 

Porque no necesitaba problemas.

Suspiré rascándome los ojos y miré el reloj en la mesita de noche a mi derecha: tan solo las ocho de la mañana.

Me incorporé apoyando mi espalda contra el cabecero de la cama y masajeé mi pelo desde la raíz. Escuché el tic tac del reloj y me levanté tirando todas las sábanas a un lado. Me senté en el escritorio y abrí los libros de texto. Pasé una página y otra, cogí un lápiz y lo volví a soltar con más fuerza de la necesaria.

Moví mi pierna de arriba abajo y empujé la silla del escritorio hasta acabar en medio de la habitación. Llevé la uña de mi pulgar hasta mis labios y la mordisqueé con la mirada perdida en la pared de enfrente.

Mis ojos comenzaron a aguarse y suspiré. No quería llorar, no quería volver a hacerlo. Me rasqué la frente y finalmente sucumbí a mirar al techo, más concretamente a la foto pegada en este. 

Una primera lágrima cayó desde mis ojos y pronto no había nada que parase a las demás. En un movimiento casi involuntario, me subí a la cama e intenté quitar la foto. Puse mis pies en puntas y di pequeños saltos, pero solo conseguí arañarla.

Suspiré agarrando mi pelo con ambas manos y bajé lentamente, hasta quedar sentada en la cama. 

—No pienses, no pienses —me dije—. Para, para.

Me hice un ovillo y me balanceé de un lado a otro, respirando de forma agitada y pesada. 

—No quiero recordar —gemí.

Pero eso... Eso era inevitable.

8 años antes.

—Vamos cariño, pega la última foto —me dijo él con dulzura a la vez que acariciaba mi mejilla llena de migajas de azúcar.

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